30/01/11

• Kachu Pillu

Por: Carlos Mejía Gamboa 

Estanque de Shikin y al fondo Chuchún Punta (Foto: CMG/2001)

Hay ocasiones en la vida que cuestan explicarlas porque para ello no se encuentran expresiones claras que conduzcan indubitablemente a demostrar algo cierto o verdadero. Eso pasa con fenómenos que bordean el mundo metafísico o, como dicen muchos, más fácil, el mundo paranormal. En nuestros pueblos, por el contrario, son tema con frecuencia comentado; sus habitantes conocen personalmente estas experiencias. Cuando se relata un hecho, más de uno dice haber vivido algo parecido o, por lo menos, sabe que a alguien le ha sucedido y siempre hay más de una sorpresa. Visto de ese modo, resultaría que se trata de algo que posee naturalidad; por lo tanto, podríamos estar hablando de hechos cuasi normales; por eso voy a relatar lo que me ha sucedido. Su connotación fortaleció mi apego a los lugares sagrados antiguos que rodean mi terruño. 

Tras una temporada en Aija, pueblo de mi origen –al que proclamo mi amor en voz alta y con la tesitura sonora del alma– llegó la inevitable despedida aunque no deseaba talar una vez más mis raíces. Mis recuerdos ya no eran consecuencia de apurados gestos de cariño y estaban más dedicados a ese espacio que sirvió de escenario a mi existencia. A pesar de los años transcurridos, ese territorio, conserva la frescura de los hechos motivos de mi añoranza. Por ello, mi estadía estuvo marcada por una gran dosis de alegría vital y renovado placer de ensueños. No había tenido momentos desagradables al pretender descansar a diario, después de jornadas llenas de derroche de energía que me permitieron recorrer los cerros más lejanos y linderos altos de mi provincia. Ojalá alguien lo hubiera hecho también para coincidir en opiniones e ideas. Así, mi espiritualidad se encontraba recargada de sensaciones bellas y complacientes que me entregaron solaz y total esparcimiento.

Anduve en noches claras y oscuras, disfrutando las altas horas de la madrugada, intentando sentir el mensaje mudo de un pueblo que vive su recatada desgracia. Tal vez sea consecuencia lógica de un abandono voluntario de sus habitantes, quienes en busca de mejores horizontes económicos y culturales se ven atrapados en el no regreso: detalle que repercute en el vacío de sus calles. Uno de los aspectos mágicos de este lugar es su silencio; un elemento que deben de extrañar, innegablemente, los que se han ido. Será que eso tienta a algunos para regresar de vez en vez. He descubierto que este pueblo es más atractivo sin mucha gente alborotosa, sin aquellos que llegan a las fiestas y pasadas éstas se van. Sin embargo, sus pobladores son sencillos, sinceros, corteses; son acogedores, amables, cariñosos a su manera. Recorren la ciudad durante el día y no es raro encontrarlos dándose un paseíto por las noches, buscando alivio para un alma curtida por algunos sufrimientos y carencias. Cuando caminaba a esas horas, yo sabía que no estaba solo. En medio de tanto silencio no faltan ladridos de perros, o rebuznos de jumentos, en el valle, enriqueciendo el paisaje nocturno y quebrando toda privacidad espiritual. Más de una vez, intenté provocar un encuentro con seres que provinieran del mundo espectral, fui a descansar a la puerta del cementerio de Huáncall en espera de un encuentro fortuito; pero, no pasó nada. Me quedé apreciando el estanque que ha cambiado tanto respecto de aquellos años en que nos metíamos a bañarnos allí, a pesar del lodo que lo caracterizaba; pero, como no había una piscina en el pueblo –y no hay hasta ahora–, nos producía algún placer en años pasados y lejanos. Ahora, retratada la luna sin dificultad y con reflejo acentuado, ya no temblaba demasiado sobre el agua como antes; ¡visto en noche de luna llena, regala un placer indescriptible! La plateada noche invade los rincones del valle y la ciudad, alejando toda sombra inútil. ¡Hay una majestuosidad increíble en esa naturaleza, mucho más cuando los pobladores están durmiendo, y sólo ella gobierna!
 
Llegaron mis últimos días, horas que me produjeron congoja. El penúltimo soñé encontrarme con un pariente que conservaba su tradicional vestimenta y, en quechua muy inconfundible, me decía: “¡Soy Kachu Pillu! Somos familia”. Conversando, añadió: “Me sacarás de mi encierro”. Yo le contesté: “¿De dónde te sacaré si estás fuera?” Me miró de reojo y dijo que pronto estaría recluido en algún lugar y que yo sería quien haciendo uso de mis astutos recursos abogaderiles lo sacaría libre. Sonriendo le dije que no lo necesitaría, que no le haría falta. Más, él cabizbajo se alejó dándome la espalda. El sueño resultó muy nítido en detalles como el nombre y el deseo de libertad. Ya despierto racionalicé lo ocurrido. Como había estado en La Merced, en ocasión de la fiesta matronal, relacioné esa circunstancia con el hecho de haber saludado a parientes míos. Hasta ese momento consideré que no era otra cosa más que la interiorización de esos hechos. Sólo el nombre me quedó dando vueltas hasta que me incorporé al día activo. 

Vivienda-tumba antigua en la cúspide de Chuchún Punta (Foto: CMG/2001)

Luego del alimento matinal, fui a despedirme del Apu Chuchún Punta; lo hago siempre antes de alejarme a otras latitudes que me acogen tantos años ya. Preparé mi bolsa con un poco de agua; llevaba unos papeles para escribir y mi inseparable quena. En las manos, “El Contrato Social” de Rousseau para aliviar un poco el cansancio. Salí de casa, pero me entretuve en la calle dialogando con personas que no había visto mucho tiempo. Después, partí con dirección a la cumbre. Tomé el camino que asciende por Ayajamanán y pasando por Huáncall llegué a Shiquin, en donde topé a uno de los Pantoja y a quien saludé afablemente. Me preguntó a dónde me dirigía y le contesté que iba a visitar a los “abuelitos”. Deseó que me fuera bien. “No se demore” –añadió. Mi intención era, además, calcular el tiempo que se requiere para llegar hasta la cúspide, a paso ligero y sin detenerse. Tomé el camino que sube en inclinación moderada por la parte derecha del cerro. Requerí un cuarto de hora desde Shiquin. Creo que es casi un récord. Llegué agotado, sudando. No hallé a nadie. El lugar es muy silencioso y abandonado. Hay una antena que cobija a algunos trabajadores, pero no se dejaron ver para nada. Descansé antes de iniciar mi ritual. Luego de media hora de entrega y conversación con el Apu, me retiré por el lado más abrupto del lugar. Visité las chullpas vacías que ahora son más; me topé con otras tantas que esperan ser franqueadas. Emprendí el regreso esperando fuera antes de la una de la tarde, porque unas personas generosas me tenían invitado a almorzar. Se me ocurrió cortar camino y lo hice por lo más accidentado del cerro, la distancia es menor. El viento soplaba y con cierta fuerza hizo que mi sombrero volara sin poderlo controlar. Al inclinarme a recogerlo me topé con unas protuberancias que parecían ser cráneos, decidí sacarlos. ¿Con qué lo hago? -me dije, no había llevado ni un cuchillo o algo que me sirviera para cavar, aunque sea ligeramente. Recordé que tenía la quena y comencé a excavar con el tubo agujereado de bambú. En ese instante, inicié mi conversación con Kachu Pillu.

Le pedí que esperara, que lo iba a sacar a pesar de no tener otra herramienta más que mi instrumento musical. Sólo le invoqué tener paciencia; sino en una de esas se me rodaba perdiéndolo irremediablemente. Cuando retiré un poco de tierra me percaté que eran varias las calaveras, estaban aprisionadas de tal modo que no se me haría fácil sacarlas. Entonces, decidí sólo por uno, el del mensaje onírico. El cráneo perteneció a un joven que debió haber sido guerrero, tiene uno de los parietales agujereado y el occipital, también; al parecer los huesos siguieron creciendo. ¿Una trepanación? pensé. Seguí conversando con él, esperando no me produjera contratiempos o me asustara. En realidad, fue muy condescendiente. Me ayudó a sacarlo. Era Kachu Pillu, ¡el que había soñado! Lo estaba liberando de cientos o miles de años de cautiverio. Cuando recordé eso, dije haber cumplido su deseo; sólo le pedí que ahora que éramos familiares o amigos, me condujera por el camino más adecuado para salir del lugar. Me dejé llevar y no decidí ningún camino. Simplemente entregué mi salida a mi reciente amigo. Lo hice porque, además, estaba rodeado de espinos y hierbas que no permitirían bajar con el cráneo de Kachu Pillu en la mano, de modo fácil y rápido; en ese momento no lo iba a introducir en mi mochila porque la calavera estaba llena de tierra. Le pedí reiteradamente que me sacara de allí y que yo me entregaría a su entera voluntad. Iba a cerrar los ojos, pero luego consideré que sería una locura, una torpeza, así no iría a ninguna parte. Sólo me abstraje y me puse a su recaudo. Apliqué mis escasos conocimientos de meditación y me abandoné, entablando una seria conversación con Kachu Pillu. Mi voz era lo único que rompía el silencio en esa montaña. Después de unos minutos estuve ya en una curva de la carretera, en la parte baja, sin saber cómo. Dí media vuelta para mirar por dónde había caminado. Me sorprendí de cómo es que había llegado, sin ningún rasguño ni pinchado por alguna espina. Agradecí lo sucedido y continué hablando con mi amigo. Iba bajando por el camino ancho y lo que yo deseaba era guardarlo en mi mochila. Para eso necesitaría un envoltorio. De inmediato, le dije: “Me tienes que ayudar a encontrar algo para envolverte, así no te puedo llevar. Además, iremos a un almuerzo en el que no quiero que sepan que estás conmigo. Se asustarían. Así que, encontrémoslo”. Emprendí camino de descenso, considerando que por allí no iba a encontrar lo requerido. Pero... en un abrir y cerrar de ojos, me topé con un plástico transparente adecuado para cubrirlo, se encontraba enredado en un arbusto y había resistido al fuerte viento. Entonces, lo envolví y lo metí en mi bolsa. En ese instante, miré mi reloj y calculé que no llegaría a la hora citada, me demoraría una media hora más. Por tanto, hice uso de mi nada funcional celular para coordinar mi retraso. Del otro lado, me contestaron que no había tal almuerzo, que me buscaron para decírmelo pero que yo había salido. Lo agradecí. No pasaría ningún inconveniente con mi amigo a quien llevaba en la espalda.

Llegando a Huáncall, de regreso, nos sentamos mirando hacia el estanque y me puse a leer unas cuantas páginas que faltaban para concluir mi lectura. Llegando a Chuchún, y a la pregunta de que de dónde regresaba, mostré mi adquisición con orgullo propio de quien presenta un amigo a otro amigo. Así comenzaron dos días de paz y serenidad absoluta. Todo el tiempo que aún me quedé sentí estar acompañado; y, era Kachu Pillu, a quien en mi caminata final hacia Cerro Imán y otras cumbres más elevadas, lo percibí cerca. Hoy, desde la distancia, comienzo a extrañarlo como complemento de mis mejores recuerdos. Lo dejé. No tenía pasaje para él, ni me hubieran dejado llevarlo hasta mi destino final. Estamos, de ese modo, condenados a una separación temporal; ojalá no eterna. En el esfuerzo de escribir esta nuestra historia, compruebo que estamos los dos compartiendo nuestras emociones y la sinceridad de aquel encuentro.