27/06/11

• Cuentos

UN DOMINGO
Por: Carlos Mejía Gamboa

         La grabadora comprada en días anteriores pujaba por la escasa fuerza de sus baterías y ese ruido era el único coro a algunos ronquidos que se percibían en la sala. Mis padres festejaron, como siempre, con sus merjunjes y mezclas de Ron Cartavio con jugo de Maracuyá, recurso efectivo para que nadie quedara en pie alardeando de su resistencia al alcohol. En eso mi madre era meticulosa y pretendía que sus invitados fueran combatidos por el ron de la tierra “donde yo nací”. Eran fieles a las botellas del añejo cuya apariencia oropelada, inclusive a mí, que era un niño, me atraía. Los vasos sobre la mesa estaban vacíos y chorreados, los puchos de los cigarrillos parecían cucarachas desperdigadas por el suelo, las cajetillas trituradas de los cigarrillos estaban cerca a las patas de los sofás, la guitarra de mi padre se veía despeinada con su primera cuerda arrancada y le rodeaban unas cuantas botellas de cerveza medio vacías... Los invitados no sentían nuestra presencia. Estábamos pasando revista a los estragos de la fiesta y reíamos burlonamente de los gestos que caracterizaban a cada persona dormida, sin llegar a comprender esa transfiguración. La noche anterior cada uno llegó muy formal y ahora no se merecían ni el saludo. Los vestones arrugados, manchados con la ceniza de los cigarrillos, les acentuaba la apariencia de espantapájaros derribados. Estábamos acostumbrados a sus presencias pero, hoy domingo, veíamos que se habían excedido. El sol emergió temprano pero, a pesar de su intensidad, no abrigaba; poseía una languidez curiosa y su luz era deprimente. Mucho tiempo me he preguntado si ese color era producto de mi estado sicológico, de mi percepción; incluso he pensado que el color del ron se habría impregnado en mis retinas. Sin embargo, era un día luminoso y eso traía alegría a los habitantes de la zona, después de algunos meses de lluvias torrenciales y grisácea vida andina; éstos eran días para celebrarlos y disfrutarlos porque era domingo y no cualquier domingo. Cuando se es niño los días no son distintos y el tiempo no transcurre; será porque el mundo de juegos y distracción determinan la existencia. La casona en la que vivíamos poseía un inmenso patio; por eso no perdíamos un instante para derrochar nuestra energía. Los pelotazos continuos flagelaban a los rosales muy bien cuidados por mamá. Ella no reclamaba prefiriendo que estuviéramos allí cerca antes de dejarnos salir a otros lugares y perder el control sobre nosotros. Tal cual es que jugando esperábamos a que nuestros padres se recuperaran y de eso nos percataríamos cuando comenzaran a dar órdenes.
Contentos estuvieron durante la semana porque compraron ese aparato y se esmeraron en grabar hasta pequeños detalles. ¡Se regalaron un divertidísimo juguete! El rostro de mi padre se mostraba rebosante y sus ojos se le achicaban en cada sonrisa. Grabó varias de sus canciones y no se escuchaban mal; hasta nosotros dejaríamos impregnados risas y llantos. No nos permitían usar la grabadora, era muy pronto. Tendríamos que esperar más tiempo, quizá hasta cuando el aparato estuviera a punto de malograrse. De pronto, despertaron y lo primero que reclamaron fue una bebida bien fría para aliviar los estragos del alcohol. Sin demora nos pidieron:  “Chicos, cómprennos unas Cocacolas, por favor”. Obediente, partí con Rodelca, mi hermana menor. A pasos marcados nos encaminamos hacia la bodega más cercana. Pero, no nos dirigimos de inmediato a ella. Ese día se llevaba a cabo un programa dominical, con desfile e izamiento del pabellón nacional, por eso continuamos por la calle que nos condujo a la Plaza de Armas. Allí  imponente la iglesia del pueblo, con sus dos torres, una a cada lado, nos acogió en su sombra. Ese edificio destacaba por su tamaño y antigüedad. Era una obra de tiempos de la Conquista. Hoy, las campanas llamaban a misa como cientos de años atrás. Sin mediar acuerdo entre nosotros pero, sin duda, atrapados por la curiosidad, emprendimos hacia la torre izquierda. Era de allí de donde provenían los repiques. Una puerta de madera pequeña, sin pintar, nos franqueó el ingreso. Tomé la delantera y extendí mi mano izquierda para que Rodelca se cogiera. Ante nosotros había una polvorienta escalinata. Con la otra mano iba apoyándome en cada peldaño de piedra, sin duda traída de las ruinas arqueológicas aledañas. Se veía muy frecuentada. Comenzamos a ascender y casi al final, en una especie de plataforma, estaba Shilly tirando de unas sogas para que las campanas sonaran. Parecía un director de orquesta, con los brazos en alto y agitándolas fervientemente. Se veía como un gigante, iluminado por el intenso sol. Tuvimos miedo y bajamos más rápido de lo imaginado. Por lo demás, no creo que Shilly se hubiera percatado de nuestra presencia en medio de ese escándalo metálico. Regresamos a casa. No hicimos comentarios de lo hecho. Nos amonestaron por demorarnos más de lo necesario. Es más, la presencia de doña Ofelia, amiga familiar que nos visitaba, favoreció que el tema no continuara. Ella tenía voz sonora y en casa era muy respetada y bienvenida. A ella la visitábamos con frecuencia y lo hacíamos con mucho placer porque eran sus conejos los que nos atraían. Hoy almorzaríamos juntos. De modo que mi madre, mi abuela y esta señora, se dispusieron a competir sus virtudes culinarias. Todos los fines de semana, había aprovisionamiento de carne, quesos y huevos que eran traídos de los caseríos aledaños. Mi padre debía estar, como de costumbre, tendido sobre su kopi –un pellejo de carnero– leyendo y manipulando su inseparable Larousse, al que llamábamos “el libro gordito de papá”. Es lo que más debe haber hecho en su vida, al no ser un tipo de cantinas ni otras aventuras; distracción que parecía no gustar a mi progenitora.
En la calle se escuchaban risas de quienes pasaban hacia el campo deportivo donde se desarrollaría un campeonato. ¡Ah, esos tiempos Aija bullía de energía y su población era numerosa! De modo que las voces femeninas destacaban a la par con la bocina del heladero y, en la pendiente superior de la cancha, ya la gente se arremolinaba buscando un lugar cómodo para pasar la tarde. De vez en cuando, se reconocía el rebote de las pelotas en juego y, en alguna ocasión, se paseaban por el tejado de nuestra casa, arrastrando a su paso cualquier teja suelta. De ellas nos habíamos escapado ya en alguna oportunidad. El almuerzo estuvo exquisito, asentado con Cocacolas y duraznos Aconcagua. No había de qué quejarse. No se escatimaba mucho a la hora de disfrutar con placer, tan es así que nos quedaron buenos recuerdos de esa abundancia. Abundancia que nos permitía, también, jugar con la comida. Los huevos “pagaban el pato” y a pesar de haber almorzado regresábamos a la cocina a encender el fogón. Mamá cocinaba con leña y tenía ollas de barro y otros enseres llenos de hollín. La cocina era oscura debido al  humo pero destacaban los jamones colgados del negro techo y la  “werinkja” siempre conteniendo jugosos quesillos.  Teníamos puesta la sartén al fuego cuando, de repente, sentimos un ruido estremecedor que parecía provenir de la calle, pues sonaba como que un tractor estuviera pasando. Ese ruido se convirtió en algo que nos rodeaba. Provenía de debajo de nuestros pies haciéndonos perder el equilibrio y las paredes de la cocina remecían. De pronto, cayó un trozo de hollín sobre el huevo que estábamos friendo. Fue un inesperado llamado de atención. La leña ardía notoriamente. Nos alejamos del fogón dirigiéndonos al umbral de la cocina y en él nos detuvimos. Era la reacción cada vez que se producía un temblor en los cambios de estación. Pero, hoy domingo, era intenso e incontrolable. Nos cogimos de la puerta pero todo se zarandeaba a la vez y las tejas comenzaban a caer de los techos. Tirando del brazo de Rodelca, corrí hacia el patio sorteando adobes que caían. Ya desde allí vimos a nuestros padres bajo el umbral de la sala vieja. La luz solar se ausentó por unos instantes como en circunstancias de un eclipse de Sol. Los asnos rebuznaban en el valle y las gallinas que teníamos en la casa buscaban refugio. Las aves piaban sonoramente como al anochecer. Los cerros retumbaban y se advertían derrumbes. No duró ni un minuto y ya nuestras existencias estaban marcadas por la desesperación, el temor, el dolor, la desgracia.
Mi padre corrió hacia nosotros, nos abrazó y, ya todos juntos, nos arrodillamos implorando clemencia a un Creador que estuvo más ausente que nunca. Llorábamos, lloraban; gritaban, gritábamos. Corrimos hacia la calle donde muchas paredes estaban derribadas, y nos condujo a la Plaza de Armas, lugar donde se iba reuniendo la población. Las mujeres imploraban en voz alta el evidente fin del mundo. El ambiente estaba invadido de polvo y la tarde se oscureció. Llegamos a la Plaza y lo primero que nos llamó la atención fue la ausencia de las torres de la iglesia. El cuerpo se me escarapeló. Detrás de la voz sonora del cura que pedía calma a sus feligreses, yo estaba escuchando el repique de las campanas que en la mañana me habían atraído hacia ese lugar. Eran los redobles de una campana mediana y unas tres o cuatro campanas pequeñas. Volteé curioso para comprobarlo pero sólo me rodeaba desolación y tragedia. Allí no había otra cosa más que un montón de adobes y no era yo el único en dirigir mi atención. Al otro lado, la imponente Municipalidad con ese balcón largo en el que habíamos correteado en días anteriores, también, ya no existía ni existiría jamás y, por ese lado, sobre los promontorios de ruinas se veían los cerros definiendo una nueva perspectiva en el paisaje aijino.
La torre izquierda de la iglesia jamás se reconstruyó, sólo queda en lo profundo de este recuerdo una rara pero sentida ausencia.



YO AMO A MI GATO
Por: Carlos Mejía Gamboa
          
          – “¡No digas que te gusto!, de ese modo no me agrada. Si lo piensas me lo dices, pero no lo cuentes, ¿de acuerdo?” –le dije, casi temblando, con valor que puede caracterizar a un chiquillo imberbe.
Me había nutrido de fuerzas para enfrentar a aquella criatura que ya empezaba a soñar conmigo. Yo, también, con ella. Sería desleal no aceptar que me encantaba. ¿Cómo no adorar sus ojos almendrados, sus rosados labios, sus dientes aperlados, sus rizados cabellos...? Hasta temblaba cuando la veía y me agitaba. Muchas veces la perseguí; me miraba de reojo, como evitando un encuentro de nuestros cuerpos, que ella, como toda mujer, ya intuía serían el uno para el otro. Otras, fingí no mirarla aunque mis ojos sudaran al encontrarla. Hora tras hora pensé en esos instantes que yo, inexperto, encontraba irrepetibles.
Ahora, frente a mí, con candidez se enfrentaba a mi actitud y, por lo mismo, aborté un llamado de atención extraño, fuera de lo imaginado. Vociferé sin medir lo que decía y no supe por dónde comenzar. Hasta creí que el escenario no era adecuado. No nos encontrábamos lejos de casa, pero ella estaba conmigo porque también lo quería. Seguro que nadie se percató de lo que ocurría. Las calles silenciosas eran acariciadas por un sol radiante, que delataba a toda vista nuestra actitud, pero jamás habríamos detenido nuestro impulso. Me imagino que alguien no habría elucubrado que nuestros corazones ya latían a un compás distinto y acelerado, y que hasta  nuestras miradas comprometidas reflejaban pasión y proclividad al deseo de la carne. Teníamos los rostros sonrojados por el frío y disimulaban tentaciones prematuras que sólo comprenderíamos con el transcurso del tiempo.
El “no digas que te gusto” parece que la sorprendió, quizá la asustó, porque dejó de mirarme a la cara y clavó sus ojos en mis maltratados zapatos. Entonces arremetí con el resto de mi discurso, considerando que si le daba oportunidad ella terminaría llamándome “cobarde” o algo así. Me escuchó y luego, con voz melíflua, me dijo: “No te creas tan bonito… yo amo a mi gato”. Dio media vuelta y se enrumbó por una calle empedrada que hacía más sonoros sus pasos. Sólo antes de traspasar el umbral de su casa me miró con ternura, levantó la mano ligeramente y sonrió mordiéndose los labios. Entonces me invadió un escalofrío. La osadía de Virginia me había congelado.
Cuando me imaginaba más grande, y casándose conmigo vestida de blanco o cualquier color, sentí el peso de una madura mano sobre el hombro derecho preguntándome: “¿Te sientes bien?”. Esa voz tosca, profunda, había quebrado mi primer sueño. Me pasé la mano por la frente y me repuse para seguir caminando como si cargara la culpa de haber roto una pieza de cristal de un valor incalculable.

(De "Colombina y otros relatos", 2008)