14/01/11

• Flor de Pitaya

Por: Carlos Mejía Gamboa


Hay momentos en la existencia de cada individuo, que encuentran al alma en capullo y la abren sutilmente al encanto que le prodiga el mundo que lo rodea. Ocasiones mayores se convierten cuando son mensajes llenos de fuerza que estimulan el potencial dormido de las sensaciones.

Ocurre con un amanecer, tachonado en el lienzo que le ofrece el paisaje panorámico de una rural estancia; con el guiño cómplice del Sol en ocaso que va dejando una abrasada caricia sobre la piel; con el tibio calor de una mano fraterna que se te tiende afable; o con el sortilegio que las avecillas derrochan en sus tímidos vuelos o trinos, entre otros encantos que cada uno de nosotros hace suyo. Una canción, también, puede producir hecatombes en los recovecos más íntimos del ser, todo depende de las puertas que están abiertas y del continente que lo albergará. Cuando haya ingresado a deambular por los corrillos de los nobles sentimientos, los sacudirá de su letargo, casi los zarandeará, y los comprometerá a no renunciar no sólo al placer estético sino a la complicidad con ella. Cuando haya logrado ese final objetivo, el individuo, -triste guardián de su serenidad racional-, se hincará ante ella sin argumento más que su contemplación emotiva. Entonces, y solo entonces, despertará el alma ante el mensaje que lo invade. Sin embargo, el mundo volitivo pretenderá definir a la agresora que nos hace percatar de la incertidumbre en la que nos coloca. Diremos: "es el texto” no, la melodía"; pero eso, en realidad, se erigirá como una justificación de nuestra debilidad. ¡La derrota es clara y no valen ambages!

De este modo, no me permitiría negar que la canción El Gavilán, reune esas dotes de transgresora de la fortaleza racional a la que venimos acostumbrados ya. Hacía algún tiempo lo había cantado Víctor. En esos años, me habáa llamado muchísimo la atención el texto, no quiere decir que la otra parte fundamental de esa canción no me hubiera agradado. Desde una visión rural del canto al amor, el convertir a la amada en una Flor de Pitaya, ya me llevaba de encuentro. Entonces comprendí la necesidad de saber cuál era esa flor. Para mi asombro, no era tan sólo mejicana como yo lo imaginaba; por los lares donde crecí los pobladores también vivían encantados con su belleza. Desde luego, lleva otro nombre. Es la flor de un cactus, y su belleza es singular. De pétalos blancos, un poco amplios, lleva un corazón amarillento. Corona las espinas con una majestuosidad singular. De allí que me pareció siempre una comparación feliz del autor de esa canción. Rendirse a la belleza de un ser silvestre, de un ser puro, viene a ser la realización moral del hombre. Si a eso sumamos la carga estética con que nos lacera la beldad, comprenderemos sin temores que valió la pena dejar las puertas abiertas del alma, por si no quisimos abrir también las ventanas. Hay que agradecer eternamente a ese buen cantor, de alma muy mejicana, que nos regaló unos minutos de cosmovisión del hombre rural en una ciudad tan deliberada como Berlín. Lástima que no haya nacido aún mi Flor de Pitaya.