4/03/12

• Y se vino abajo

Por: Carlos Mejía Gamboa

– ¡No molestes, son las seis, deja de hablar tan temprano! –le reprochó su mujer, con voz quebrada por el sueño que le obligaba a dar un giro en la cama. Ya mirando hacia la pared, Korpenia, añadió con voz melíflua y burlona: “Siempre estás contando tus sueños ni bien amanece, como si sólo tú soñaras. Mira que los niños aún duermen”. Eso “de los niños” le golpeó duro en la conciencia a Cornelio y lo único que le quedó fue bajar la voz, mascullando para sí: “pero... algo malo sucederá hoy”. Es de presumir que el sueño de Cornelio contuviera una premonición; él conocía su capacidad de predecir hechos. Cuando eso ocurría, el tiempo le condenaba tiránamente y le exigía poner atención a todos los instantes de su modesta existencia. Sin embargo, a veces, no acontecía nada extraordinario como compensación a su espera... y, por decirlo de alguna manera, postergaba resignado su predicción para días próximos, reflejando notoria paciencia profética. ¿Pero qué había soñado Cornelio? Acaso por soñar debía cargar un lastre permanente que lo compungiera de modo irremediable presionándolo a guardar silencio doloroso, silencio forzado. Sentíase acribillado en su libertad natural de decirlo. Los nervios de su cuerpo parecían, entonces, tensarle los músculos; le oprimían el pecho. Un rictus de frustración lo acaloraba por momentos. El aire aspirado por su ancha espalda lo sentía pesado, amargo y denso.
Hoy, el día comenzó esbozando sombras, acentuando claridades luminosas y radiantes, gracias a la presencia solar. Sin embargo, el incidente de su mundo onírico latía fresco. Había aprendido a retener sus sueños con auntenticidad minuciosa; después de todo es resultado de un disciplinado ejercicio el que se logre expulsar al traicionero olvido. El sueño deambulaba en su memoria con velocidad preocupante. Cornelio lo imaginaba como un kjenrisch dentro de una olla. ¿Pero qué había soñado? Hasta su compañera, la persona más cercana, aquella en la que podía confiar, ni siquiera se formulaba esa pregunta. Vivir con este hombre no era tan fácil, ya la estarían llamando “bruja”. No obstante, Cornelio, resignado y alejado del lecho conyugal, se decía a sí, en voz casi imperceptible: “¿Por qué habré soñado eso? Es un poco raro”.
Las actividades naturales en pueblos pequeños están dirigidas a destinar muchas horas de la humana existencia a las actividades agrícolas o ganaderas; mucho más cuando estos puebluchos están colgados en los recodos de la cordillera. Eso pasa con el lugar donde Cornelio tiene incrustada su vivienda; no son muchas las gentes ni muchas las exigencias de la modernidad. Un camión basta para trasladarse a otros pueblos cercanos huyendo del olvido y la postergación; por eso, al contrario, hermosos caballos lucen como la expresión máxima de éxito económico y galantería. Aquellos animales alardean pellones ostentosos que sólo faltan ser de filigrana áurea o argentina, muestran enjaezados a la mejor usanza con jáquimas tejidas cuidadosamente y remachadas de plata pura; además, unas monturas repujadas por manos artísticas de talabarteros pujan competitivamente retando al mejor gusto. Muchas de estas joyas son traídas desde la Capital, para imponer garbo y lucir grupas de animales muy bien alimentados. Por esas mismas razones no hay autos que les compitan en esas zalamerías y excentricidades, para satisfacción de la soberbia pueblerina y el placer del vulgo que admira boquiabierto. Hermosos alazanes, rusios, regalan requiebros cuando el vientecillo agita sus crines o cuando el jinete, a propósito, les exige piruetas de feria.
En las mañanas de fin de semana, desde temprano, alardean los cascos de las acémilas cuando trotan sobre el empedrado de piedras azulinas que caracterizan las calles de este terruño. Por el ruido que generan los herrajes ya se puede saber quién se aproxima a la esquina principal. Ese tableteo estimula miradas que siempre se toparán con un bien emponchado jinete y un sombrero aleteando a “la pedrada”. Sólo un tintineo de espuelas acompaña corífeamente a esa sonoridad que retumba entre las callejuelas. Por otro lado, los pobladores citadinos saldrán temprano hacia sus campos y cultivos aprovechando el fin de semana, como compensación a sus ausencias de otros días, por vivir condenados a la burocracia pueblerina. El pasto requerido llegará con ellos antes que gane el caluroso sol y se marchiten los atados. También, algunos jumentos cargados de leña o sacos de cereales o tubérculos, darán el toque pintoresco y bucólico. Muy apurando el paso, un grupo de mujeres hará su ingreso con multicolores prendas de vestir, con canastos en los brazos. Sus kjepis, de irrepetibles formas y tamaños, a la espalda, destacarán como siempre. Ellas serán las que saeteen al alma con aromas emanados de sus hierbas que traen, de sus quesos, de sus productos con olor a tierra fresca. Hasta sus alientos invadirán perforando la monotonía, ¡sus alegrías dominicales cuánto encanto le regalan a este pueblo! Ojalá el tiempo inclemente no las expulse al olvido que después dolerá.
En medio de tanto encanto que el sueño de Cornelio preocupe resulta hasta casi tirado de los pelos. Es como si quisiéramos negar la magia que encierra esa vida a la que no hay contratiempo que la altere caprichosamente. Pero los destinos, es una pena, no están regidos por estas apariencias felices. Y, cuando esto se entiende, todo mensaje nebuloso o evidente que sugiere afectar la realidad se torna válida conseja, se convierte en bitácora que puede ayudar, sino a evitar el desenlace de los hechos, por lo menos a aceptarlos con cierto conformismo tan necesario para sobrevivir a lo cotidiano que nos impele valor y resistencia emocional.
Cornelio, después de tomar el alimento primero del día, y siendo domingo, echó camino hacia el frente de su pueblo. A propósito, Aija se encuentra ubicado en las faldas de un cerro que no se sabe exactamente cómo se llama. Por encontrarse clavado en una falda accidentada, sólo dos de sus calles destacan. El extremo superior de su geografía define la llegada o salida del poblado através de una ancha avenida; mientras que en la parte baja está la otra, calle estrecha, que sirve de llegada o salida más cercana a la Plaza de Armas, que, curiosamente, no está en el centro. ¡Está al borde de un abismo! Para tener el nivel requerido se ha tenido que construir una muralla; ¡sino fuera por esto, no habría una plaza de ese tipo en este lugar! (No fueron tan ingeniosos los que la diseñaron, no deben haber sido los precolombinos; ellos no cometían estos errores.) Para nuestro placer, se ve al carro llegando a la parte superior por una avenida bordeaba por una acequia de la que casi todos tenemos un hermoso recuerdo. Antes de la pseudomodernidad era mucho más amplia, ahora dicen que se ha menoscabado ese encanto. Se continúa saliendo de esa avenida –es lomo del cerro– por detrás de Marcacoto y, llegando casi hasta el pie de Shikin, se hace una curva para recorrer alguna distancia y acercarse al pueblo otra vez al sitio establecido como estación de transporte, después de cuarto de hora. Antes, los camiones se estacionaban en la Plaza de Armas, seguro que ahora ya ni lo intentan, porque Chuchún se ha convertido en estación de tránsito a La Merced. El caso es que del frente, de Llanquiquichán, se percibe con cierta notoriedad el movimiento en el pueblo sin posibilidad a negarse apreciar el tránsito vehicular. El sonido del motor de un carro se percibe muy cerca, ayudado por el viento. En esta banda la carretera continúa serpenteando con dirección a La Merced y mucha gente la transita en reemplazo de un antiguo camino. Pues, brinda espacio y seguridad al caminante. Está orlada de algunas viviendas que le dan encanto y lo hacen pintoresco y tradicional.
Aligerando el paso, después de haber asegurado sus zapatos, dijo Cornelio a Slarok, su hijo, cuando llegaban a la bajada de Kirún:
– Espero que no nos gane el Sol. Regresaremos temprano por las obligaciones de mañana.
No tengo tareas, Papá. Contestó el pequeño.
– De todos modos ir temprano es una ventaja, aunque ahora ya son las ocho. Nos hemos demorado un poco –agregó con voz atiplada.
– Entonces, no iremos a misa. Más me gusta ir a la chacra. A veces, pienso que la escuela tampoco me gusta –dijo Slarok mirando sus zapatillas que ya llevaban los pasadores sueltos.
– Mejor será que te detengas a atarte bien esos pasadores... ¡si fueran alas serían una maravilla! –rió Cornelio rasgando una sonrisa sardónica.
Conversando, como de costumbre, se introdujeron en la quebrada de Calicanto y continuaron pasando por el puente de madera. La intensidad del Sol ya besaba parte del pueblo. Temprano, no todo el sector recibe rayos solares porque los cerros no lo permiten. Pues, mientras que en una de las bandas se acentúa, en la otra aún dominan las sombras hasta que el astro rey asciende en el azul firmamento imponiéndose irrecusablemente. ¡Lo contrario sucede al atardecer! Entretanto, se percibe el bullicio pueblerino y en el campo los animales también se regocijan. Las gentes aligeran el paso en pos de cumplir sus tareas cotidianas.
Cornelio y Salrok avanzaban enfrascados en conversaciones circunstanciales y nada premeditadas. Las palabras de Cornelio volaban cual pajarillos por el camino y el chico las cogía al vuelo intentando captar y asimilar todo lo que su progenitor comentaba. Cornelio poseía un don curioso para la plática y el discurso. Era inagotable. Cuando se dieron cuenta, el Sol inundaba Canchinchán, Kopin, Chillcao, Huáncall y la parte superior de Markakoto; Mulluhuanca se veía imponente y las sombras acentuaban una notoria profundidad hacia Boleo. ¡Reinaba una frescura matinal!
Cornelio algo agitado por los pasos que daba, iba diciendo:
– “…entonces ví desde esta parte, más o menos, que al salir de Chuchún un camión azul se volcaba antes de llegar a la curva que dobla debajo de Shiquin, un poco más allá del pie de Ayajamanán, más allá de donde amarran a Shanticho para la procesión”. Luego de decir eso, caminando algo cabizbajo, se quedó sumergido en silencio inalterable, como necesitando recuperar las imágenes indubitables de su sueño.
Su acompañante, Salrok, lo quedó mirando en espera de que continuara. Sólo el vuelo torpe de un gorrión interrumpió el momento.
En unos instantes transcurridos se escuchó el sonido de un motor que subía por el Jirón San Martín; se detuvo al doblar Huancacucho, tal vez recogían a algún pasajero en ese trayecto; no hay un terminal terrestre o paradero en esta ciudad. Cogió la calle 28 de Julio y se dirigió hacia Chuchún, lugar que fungía de improvisado paradero. Allí, el camión se detuvo algunos minutos más. De lejos se notaba el movimiento de gente en el afán de apearse al camión. Algunos sombreros de paja, llevados por mujeres destacaban a la distancia; además, ponchos caracterizaban a esos viajeros. A medida que avanzaba el vehículo flameaban algunos ponchos, mientras los individuos se iban acomodando y asiendo para tomar un lugar cómodo que les permitiera resistir hasta Huarás, sin problemas. El camión iba embutido de sacos de papas, ovejas y otros objetos. Eso era característico, por eso siempre se pensaba en una ropa para el viaje; se llegaría empolvados o mojados, según la ocasión. Ahora el vehículo iba dejando una estela polvorienta tras de sí.
– Mira, papá… está saliendo el carro de Oshwa. Dijo el imberbe indicando con el brazo levantado.
– ¡No lo puedo creer! –aseveró Cornelio con rotunda sorpresa. ¡Ese es el carro azul que he soñado entonces! –concluyó.
Como el muchacho estaba jugando con la soga de cabuya que llevaba, su padre le pidió que se detuviera un rato para descansar. En el fondo, Cornelio no estaba agotado. Su sueño, en este instante, le sobrecogió asustándolo y casi tembló como consecuencia de un escalofrío penetrante.
– Espera, espera.. –añadió.
Se sentaron juntos en uno de los tapiales que servía de cerco a un terreno y, desde allí, miraron cómo avanzaba el camión azul de Oshwa, al frente. El chiquillo, a un descuido de su padre, pretendió echar lazo a un arbusto cercano; formaba parte de sus juegos campestres. Cornelio se encontraba amonestando al muchacho, pidiéndole que retirara la soga de la planta laceada, cuando escuchó el crujir de maderas quebrándose. ¡Jakraasshh! –se oyó retumbando en el estrecho valle. El hombre, perplejo, se quedó mirando hacia la carretera por donde iba el camión azul; pero, lo que vió es que se había volcado hacia la chacra de papas al pie de la carretera. Las pencas grandes y los surcos impidieron que las vueltas de campana continuaran. Sobre todo los surcos contribuyeron a disminuir la velocidad gracias a la tierra acumulada. El sonido que había acribillado sin remedio el silencio, no sólo fue eso en el alma de Cornelio porque éste sintió como si el filo de un frío cuchillo le cercenara la garganta. El habla le abandonó irremediablemente. Se puso pálido y su rostro cobrizo que se tornó amarfilado fue surcado por un par de lágrimas que no eran de dolor, sino de asombro. Se asustó de sí, se tuvo miedo a sí mismo. “Si las noches me sirven para esto, no podré soportarlo” –se dijo murmurando. La reflexión última de Cornelio no hacía otra cosa más que sumergirlo en una especie de desesperación evidente. Había dicho ya, en alguna ocasión, que cuando esto le sucedía le daba miedo volver a cerrar los ojos en la noche, porque su cama le parecía un sarcófago que le permitía ausentarse hacia dimensiones inexplicables y de ellas, para su pesar, regresaba con algún mensaje que anticipaba la ocurrencia en el mundo real.
Sin perder tiempo, decidió no continuar hacia su destino y regresar como fuere posible a auxiliar a las víctimas del accidente. Cornelio derrochaba un alma solidaria y complaciente. El pasto quedaría para otro día, los conejos no harían huelga por eso. Salrok lo siguió sin otra alternativa. Sudorosos, después de largos minutos de caminar a paso ligero, llegaron al lugar del accidente. Encontraron a algunos pasajeros quejándose de dolor, gimiendo tendidos aún entre los sacos de papas que el camión transportaba y que estaban desparramados. Entre ellos se encontraba el chofer con el rostro ensangrentado, y limpiándose con el brazo, intentaba sobreponerse al pánico, al susto. Cornelio lo abrazó en gesto de ayudarle y éste se lo agradeció con un “gracias, tío”. Entretanto, las demás personas regresaban al apuro hacia el pueblo con los heridos; emulaban, sin quererlo, la procesión de Shanticho, con la diferencia que hoy no eran los cánticos ni lo cohetes los que llamaban la atención de la curiosa y novelera población, sino un accidente vehicular que Cornelio pudo evitar si le dejaban hablar con libertad y relatar su sueño con precisión anticipada.