23/03/11

• Pasiones Pirurupúnticas

¡AY, CORAZÓN ACERADO!

La tarde tímida se acuesta silenciosa
dejando que el Sol le bese con temor;
la lobreguez resucita fortalezas de mi ser;
son lomos azabaches mi cordillera,
únicos guardianes eternos de mi terruño,
gigantes de mis juegos de noche plateada,
fantasmas en mis solitarias madrugadas,
dioses inalcanzables de mi inútil creencia.

Cómo saltaba de cólera infinita
cuando Mulluhuanca encortinaba con su sombra
cobijando a mi pueblo en su regazo, recatado...,
las luces moribundas competían ineptas
con el guiño solar reflejado en Putzpún;
entonces, bramaba caudaloso el Santiago
haciendo coro a mis bullentes sueños
y la Luna, a veces, tan deslucida torta,
guiaba mis pasos furtivos hacia mi amada.

¡Desde Marcacoto siempre mirar es un placer!
Está Aija recostada, dolida, postrada otra vez,
compitiendo con sus casas el brillo estelar
y con su silencio acoge mis pasos, mi voz;
con sus tejados empiedra el sendero ideal
sobre el que retozan hoy mis recuerdos dolidos;
pero, ¡ay!, de aquellos instantes acrisolados
que han dejado en mí ecos en el alma,
tachonados, incrustados, de mucho amor
canturreando versos a su orgullo altivo.

¡Ay, corazón de acero, acerado,
diminuta herrumbre para esos imanes!

¡Ay, corazón de acero, acerado,
que de Aija olvidarme no permites!


TU VOZ

¡Ah! Tu voz, tu sonora voz,
caricia saética en mis oídos,
¿acaso puedes ser eco sahariano
o grito de un alma fértil?
¡Ah! Sonoridad de tu recatada alma,
manantial prístino de esta pasión
que inunda el sediento lago
de mis apacibles certezas.

Regalo de tus dolidas ansias
que al universo de mi solitud
llega acariciando la mansedumbre
de mis altiplánicos albores,
removiendo impulsos arcaicos
en el puntal pirurupúntico
de mis lozanos recuerdos.

Entonces, reparo en tus huellas
el grito prudente de tus pasos,
el paisaje de tu indecisa sonrisa,
la silueta ágil de tu abrazo,
el grácil contorno de tu beso,
¡arrendras mi astral cariño
amainando mis ramalazos de luz!

Pero, ¡ay!, tu voz... tu voz.


SILENCIO CRUCIFICADO

Hoy que la congoja me cautiva
en mustio verano equinoccial
reclamo tu sombra enardecida
eucalipto añoso y señorial;
recostado al abismal camino,
cual ángel en pretendido vuelo,
cobijabas nidos de jilgueros
mientras perfilaba mis sueños.

Con el recuerdo casi fresco,
repujado con pasos citadinos,
con deseos aún inconclusos
y alegrías que no merezco,
siento aquel distante tiempo
en que en tu roñoso tronco
mi alma pura dejé crucificada
con aromas de cuajado sol.

Ay, frescura de aquellos días,
de horas sin compás maternal,
hijas de bastardos instantes.

 (Del poemario: “Pasiones Pirurupúnticas"- 2011)

10/03/11

• Un viaje a la desolación

Por: Carlos Mejía Gamboa



Propiedades convertidas en inviolables (Foto: Alejo Mejía Antúnez)*
Son días calurosos de sol intenso que durante el día abrasan sin compasión y dan brillo reluciente al paisaje; son estos que permiten dar rienda suelta a los deseos impulsando salir de la ciudad a disfrutar lo campestre, lo bucólico, lo rural. Después de meses de bullanga y acoso sonoro provocado por el jolgorio electoral, se advierte un notorio silencio como alivio al cansancio a que nos han tenido obligados los participantes en las elecciones 2010; inconscientemente comenzamos a preocuparnos, de igual modo, de que hay que cumplir con el derecho-deber de sufragar el domingo. Nos apremia la definición de a cuál de los candidatos apoyaremos; y como ya llegará la dictadura de las multas, debemos sopesarlas con el sobrecosto de los pasajes en estos días de acentuada demanda. Empero, yo un ciudadano más, presionado por esa circunstancia, decido partir a ejercer mi ciudadanía en Aija, pues no puede ser de otro modo. ¡No hay presupuesto para tener que pagar multas! Me levanto temprano y corro esperanzadamente a obtener un pasaje a mi destino; no hay ninguno, se han agotado. Tal vez, ¿más tarde? –pregunto. No hay. ¿Para mañana? Tampoco. Sin redundar en mi esfuerzo por esperar o desesperar, no me hago problema, “siempre hay soluciones” –reflexiono. Y, ¡qué mejor! Se me ocurre algo maravilloso e interesante: ir caminando de Recuay a Aija, como en algunas ocasiones anteriores, con la diferencia que ellas ya fueron hace muchos años. Tengo la certeza de que los lugares son los mismos y los caminos también; sólo necesitaré más tiempo de lo previsto, o de lo concebido como normal. Optaré por viajar en una combi hasta Recuay, luego caminaré hasta coronar el abra de Huancapetí para bajar fácilmente hasta Aija. Ya no me preocupa si el servicio interprovincial funcionará o no; renunciaré tozuda y voluntariamente a pedir ayuda a cuanta camioneta o volquete transite por la carretera polvorienta y solitaria. Aún me queda un poco de orgullo que me ayuda a enfrentarme estoicamente a la adversidad. Caminaré para mi placer. Volverlo a hacer excita mi curiosidad. 

Acumulación de aguas contaminadas (Foto: A.M.A)

El minibús, entonces, sale de Huarás a las diez de la mañana y me conduce por la carretera que, en algún momento de la historia del país, fue una de las mejores; está llena de inmensos y profundos agujeros, provocando que con innumerables saltos y malabares, que hace el conductor, mi cuerpo se maltrate innecesariamente. Llama la atención por ser la más importante vía de acceso, la pobre está parchada sin criterio alguno. Da rabia y pena, cuando sabemos que esta es la región más rica del país. ¡Qué orgullo! Y pensar que la usan millones de turistas que visitan nuestro Callejón de Huaylas. Viajo embutido, además, en ese colectivo que hace aflorar mi trauma de sardina aprisionada. Las gentes no pensarán mucho como yo, se les ve alegres, insensibles a estos detalles; pero me imagino lo que deben pensar los turistas. En cuarenticinco minutos de viaje, que se hacen demasiados, llego a Recuay. Hoy el pasaje me ha costado dos soles cincuenta a diferencia de otras ocasiones anteriores, ha subido el pasaje. Al ingresar a la ciudad, el puente me hace recordar que mucho antes era camino obligado. La Plaza de Armas luce majestuosa; diría soberana, mejor. Rodeada de edificios importantes, luce dinámica. Mis recuerdos me obligan a identificar la ubicación de aquellos restaurantes que nos albergaban, en cada viaje, hace algunas décadas ya, cuando pasábamos rumbo a Aija. Cosa curiosa: en esos tiempos, casi todos los choferes en Aija eran de esta zona. Algunos se quedaron y echaron raíces que han contribuido a acrecentar el amor por esa tierra que los cobijó. La gente se ve inquieta, unas mujeres corren con atados de alfalfa fresca, se lamentan que esté cara. “A diez soles la arroba, es mucho”, dicen. La propaganda electoral acuchilla indoloramente el aspecto pueblerino, distorsiona su auténtico rostro mostrando un carácter comercial-publicitario que no le corresponde. ¡Mucho derroche innecesario! Después de un rato, abandono la ciudad y me alejo de su planicie para comenzar a caminar hacia lo abrupto, hacia la parte superior, a las faldas de la cordillera en la que se reclina modestamente este pueblo. Me dirijo, sin dudas, a Sinkuna, aprovecharé para recorrer algunos recodos que me conduzcan hasta la parte alta. Imbuido de gran entusiasmo echo camino cuesta arriba. Antes, llego al desvío de la carretera hacia Aija y lamento, una vez más, que ni siquiera haya un paradero acorde al respeto que se merecen mis paisanos u otros usuarios. Esa es también una vergüenza que arrastro hace tiempo. No es posible. El camino se ofrece polvoriento, no ha llovido lo suficiente aún; pero, mis llanques son más que adecuados para la travesía, me ayudarán favorablemente, estoy acostumbrado a ellos. Desde ese sector, volteo para mirar y Recuay se me regala alegre, hermosa, atractiva, envidiable. Su superficie plana le da un encanto especial; allí contrasta su rojiza techumbre con el fondo gris de las riberas pedregosas del indomable Río Santa, que para estos días transcurre lento, apacible, disminuido. El estadio de fútbol llama mi atención, su césped lo hace resaltar en medio del paisaje citadino; deseo fervientemente uno así para mi terruño, tal vez sea un sueño imposible. También destaca la iglesia, entre otras edificaciones.

Aguas que ya no son para consumo humano, ni animal (Foto: A.M.A)

Voy tomando altura por unos terrenos abandonados, en descanso; me he salido del camino buscando alguna sorpresa o algo distinto y procuro determinar una dirección que me conduzca por esa quebrada hacia la parte más alta aún; no deseo caminar por la carretera. Voy a parar a un camino de herradura frecuentado por animales, parece ser antiguo, asumo que me conducirá del mejor modo. No dudo ni temo, ya estoy habituado a estas circunstancias, me la paso caminando y recorriendo los lugares más agrestes y alejados de mi provincia. El olor a tierra me embriaga, hay humedad y el sol con su intensidad va evaporándola con inclemencia abrasadora. ¡Hermosa complicidad de la Mama Pacha! Las pencas siempre verdes resguardan los bordes del camino y algunos arbustos las intercalan sobreponiendo sus existencias. Los eucaliptos apabullados por el viento no renuncian a su lozanía y, más bien, regalan una dosis aromática al entorno. Es cuando el espíritu humano se regocija ante esta magia. Inhalando profundamente admiro el azul cielo y, cuando bajo la mirada, me topo con la majestuosidad de la Cordillera Blanca, que me obliga a detenerme, a no seguir mi camino; su blancura nívea contrasta con el alticeleste espacio. Desde niño conservo la debilidad por la magia de ese abismo azul, tal vez provenga de ese infinito abismo... Me quedo extasiado para envidia de muchos mortales y me detengo a sublimar ese placer. Impávido me enfrento y me dejo devorar por la emoción y la fascinación. Mis ojos se nublan por tanta admiración que ha calado en mí. “Desde hoy llamaré a Suiza: la Huarás europea”, digo con desparpajo en voz alta que repercute en mi corazón orgulloso.

Socavones en abandono, muestran lo irreparable (Foto: A.M.A.)
“No me debo detener más, el tiempo no me debe ganar, recién he iniciado el viaje” –pienso honradamente. Entonces, reanudo la marcha. Los lomos de estos cerros, secos hoy, están remendados de chacras que esperan ser cultivadas, se aprecian ocres, desérticas, aunque en algunos rastrojos pacen algunos animales. En su mayoría son terrenos secanos. ¡Cómo el hombre le ha ganado en esto a la geografía del lugar! Esos terrenos parecen remiendos de las faldas del cerro, algunos tan bien demarcados producen admiración por su rectangularidad. Sigo ascendiendo y me viene a la memoria la existencia de las minas antiguas de Kollarakra, por ello decido dirigirme a visitar ese sector, pero sin dejar de pasar por el oconal debajo de Kirúncancha. Me había contado alguien que trabajó en esas minas más de treinta años que, en los años 50, los mineros laboraban allí en paños menores, sin ropa alguna, sólo con un taparrabo y una pechera de cuero para no lastimarse. La calor que hacía dentro en el socavón era terrible, no había ventilación. Las herramientas para enfrentarse a la roca virgen eran cincel y comba. Miro de lejos la mina, ya no queda nada, sólo los túneles dan mudo testimonio porque la han abandonado hace tiempo. Las huellas son imborrables. Llegar hasta allí me significaría más tiempo, además recuerdo que no hay que acercarse demasiado a las bocaminas porque expulsan algún aire viciado que hace mucho daño. Creo haber escuchado, también, que antes de ingresar a reiniciar labores después de tiempo, producen una explosión para expulsar esos gases tóxicos acumulados. De inmediato, me dirijo a Leguaje. Avanzo aligerando el paso, casi corriendo. Se va sintiendo frío como consecuencia de la altura que voy alcanzando. Me veo obligado a ponerme mi poncho a pesar del fuerte sol que, más que abrigar, quema. Veo a algunos pastores, en la distancia; van caminando entre los arbustos y pajas. Es una razón más para no sentirme solo. El viento reina con suma intensidad y fortaleza, lo encuentro brusco y un poco cruel; castiga desmesuradamente.

El río Santiago, contaminado. Irrecuperable realidad (Foto: A.M.A.)

No obstante la belleza de estos lares, me viene a la memoria la existencia de Antacocha y su encanto; me he desviado demasiado y no podré apreciarla ni a la distancia, quiensabe más adelante o más arriba lo logre, todo dependerá de la dirección que siga. Me acerco a Pucapampa, antes se me ocurre visitar una rinconada donde recordaba haber visto acumulación de agua en una hoyada en un rinconcito, lo encuentro pero está casi seco; creo que lo llaman Tzaquicocha, o ¿lo llamarán así porque sobrevive a la sequía? De acá para arriba, hacia la cumbre de Huancapetí, no recuerdo los nombres de los lugares; me lo dijeron, pero mi memoria me juega una mala pasada. Creo que debo haber llegado ya a Llamapampa, lugar que yo confundía con Kirúncancha, no hace mucho me aclararon que está ubicado más arriba y su nombre obedece al hecho de que allí criaban llamas. El paisaje debió ser hermoso con sus presencias. Luego de pasar por una pequeña hondonada, donde la carretera da la última curva para dirigirse a Huancapetí, decido subir por el lomo del cerro donde ahora hay una antena moderna. Tomo mi celular, no hay conexión alguna, ni mínima, lo apago porque ya no me sirve de nada. ¡Adiós a la tecnología del bienestar! Por la carretera veo subir una camioneta de esas que son modelo ineludible en la zona. Ni la miro porque no me interesa, anhelo seguir caminando. La carretera pasa por mi derecha, un poco abajo, pero la ignoro y me alejo más de ella. En esta parte hay ceniza que cubre gran parte del cerro porque quemaron los pastizales para renovar la paja y los pastos, costumbre antigua, desde luego; los ichus reverdecen pequeños, una que otra me pincha los tobillos ya que tengo remangado mi pantalón hasta las canillas. De ese modo consigo altura para luego caminar horizontalmente hasta el abra de Huancapetí. Veo la cumbre soberana de la Cordillera Negra, no me gusta que le hayan puesto un par de antenas ridiculizando su majestuosidad. Hacia la parte baja del abra, territorio recuaíno, hay una mina tachonada hace bastante tiempo; los desmontes son descaradamente visibles y el relave ha ido creciendo aniquilando para siempre gran espacio de campo sano por acumulación desmedida. Aquí predomina el color gris, plomo. Al recorrer con la mirada los cerros aledaños se ven agujeros por todas partes, excavaciones superficiales algunas y profundas otras. La ambición de expansión deja testimonios lamentables de codicia, la cordillera parece poseer caries incurable, los desmontes lo atestiguan. La expansión es indiscriminada, angurrienta, arrasante y cruel. No cabe duda que el cateo; es decir, la búsqueda de vetas de mineral codiciado es permanente y que el amparo que la ley les garantiza ya está concedido y aprobado con beneplácito de nuestros gobernantes. Poseen carta blanca para eliminar todo signo de vida que se les contraponga. La concentradora, por ejemplo, funciona desde hace muchas décadas, desde que tengo uso de razón ya estaba allí; el deterioro ambiental que propicia y ejerce impunemente se comprende con sólo abrir los ojos aunque lacrimosos de tanta desgracia, los desperdicios mineros transforman el paisaje, la naturaleza; desde luego, ya no es paisaje natural sino artificial, la mano del hombre destruye sin piedad. Intentan empozar el relave, pero descienden aguas envenenadas que, en realidad, son líquidos lechosos y espesos. Visto desde la parte superior donde antes habían campamentos y que ahora curiosamente las están habitando, se aprecia una delgada capa de líquido vital sobre el relave en el que se refleja la grandiosidad del Huascarán, Huandoy, Hualcán y otros, así como las nubes que las coronan, pero no produce placer de verlas, aseméjase al reflejo sobre un espejo sucio, mugriento, tenebroso y voraz.

Panorama desolador, consecuencia de la explotación minera (Foto: A.M.A.)
En el corto trayecto que me queda hasta el abra de Huancapetí, un panel informa que me encuentro a 4,800 metros sobre el nivel del mar. Allí, la carretera está bordeada por toneladas de roca extraída de los socavones; no cabe duda porque las piedras están jaspeadas de mineral puro. De ese modo se define un desierto para desgracia de la imponente belleza del mundo andino. El ambiente es dominado por el desmonte menudo y roca. Desde el mismo abra puedo distinguir mi terruño, hacia el otro lado, mirando a lontananza, muy abajo, –alejado de este paisaje casi lunar, desértico–, cual pubis fértil rebosante de verdor y vida. ¿Hasta cuándo? En esta parte comienza la bajada curvilínea y la carretera es polvorienta. Por aquí transitan los volquetes cargados de mineral rumbo a alguna concentradora, son diez a quince que suben y bajan hasta la mina de Hércules. Me detengo en la misma cumbre, entretanto bebo el resto de agua que llevo conmigo. Estoy mirando la inconmensurabilidad de esa quebrada que en partes cobija fértiles valles; mientras, se me ocurre ir a Karán al ver una carretera que va para allá. He estado tantas veces allí y ese es otro tema a tratar. Su futuro también peligra. De pronto emerge en el universo de mis recuerdos el deseo de conocer y visitar el lugar del que llevaban hasta Aija, inmensos trozos de hielo para las raspadillas y helados. Justamente está ubicado cerca al abra, hacia el lado por el que me propongo bajar. El lugar es llamado Marey, es una rinconada que asemeja a un batán, justamente. Pero allí ya no queda nada más. Esos hielos, cual rocas o piedras llevadas a mi pueblo, llegaban envueltos en sacos de lana, previamente embadurnados de aserrín. Desde luego, esa impresión marcó mi mundo de niño puesto que llegaban en los lomos de algunos jumentos y había que imaginar cómo sería el lugar de los que los traían. Todo un misterio. Me propuse develar en mi adultez el origen de tan preciados cristales de agua que me asombraban a lo Segundo Buendía. A algunos pasos más de donde yo me encuentro, es decir, más abajo, algunos obreros intentan rellenar los baches y zanjas producidos por el peso de los camiones que cargan mineral; para estar más seguro les pregunto si conocen el lugar que voy a visitar. No tienen ni la menor idea. Llevan uniformes anaranjados de material sintético y cascos, acordes a los trabajadores de las minas. Intuitivamente me dirijo a Marey, buscando algun senderillo que me permita caminar sin tener que sortear peñascos y pedregales. Voy a satisfacer mi curiosidad. Ubico en la rinconada un oconal, con agua y filtraciones que brotan de la misma roca; pero, ya no hay más hielo. Considero que no es la época y me tranquilizo un poco, aunque será también consecuencia del calentamiento global; me apena no encontrar hielo como lo esperaba. En fin... Algunas fuentes de agua o puquiales parecen servir de abrevaderos para el ganado, el excremento de las ovejas delata esa función. Eso se contrapone a mi malestar y me satisface que por lo menos sirva aún como lugar donde se refugian los animales sedientos. Hay agua pura y transparente, una especial vegetación se ofrece pudorosamente. Hay verdor. En eso me llega, por la fuerza y direción del viento, el ruido de perforaciones que se entremezclan con el ruido producido por los volquetes y camionetas que circulan orondos por este lugar. Son los únicos seres omnipotentes que reinan en estas alturas; van dejando estelas de polvareda que los delata inevitablemente. Eso me incomoda. Mientras avanzo silba la paja y mi poncho flamea. El viento impertérrito arrasa doblegando al ichu. Después de permanecer unos minutos, avanzo a campo traviesa, no hay ningún camino específico, todo espacio sirve para posar los pies y caminar. Voy encontrando bolsas plásticas vacías que contenían cal usada en la mina; aparecen los primeros envases plásticos que van decorando el paisaje de un modo denigrante. Es increíble la existencia de esos objetos en esas alturas. Voy bajando lentamente hacia la quebrada de Hércules pero manteniendo mi recorrido por la falda del cerro, no deseo acercarme a la polvareda de la carretera. En consecuencia, voy sorteando promontorios de roca. Hay mucha piedra que me exige caminar con cuidado para no tropezar y lastimarme los pies. Salto de piedra en piedra, dando rienda suelta a mi esencia lúdica. ¡Me divierto en mi soledad!

Ya no brotará vegetación en ese cauce (Foto: A.M.A.)
Los pastos que me rodean, y que ceden a mis pasos alborotosos, están secos y cubiertos de polvo que genera la tierra revuelta por la actividad minera. Busco, en ese instante, una piedra aparente donde poderme sentar cómodo y poder degustar la bebida de quinua que traigo en mi mochila, así como los panes que me diera mi prima Carito para el camino. Un litro de esa bebida es bastante y la traigo en una bolsa plástica que me está pesando, aunque en realidad ya tengo hambre. El viento continúa soplando fuerte e impávido, me hace derramar un poco de la bebida. El ruido continúa, parece que compitieran, casi truenan ensordecedoramente, como en el interior de alguna fábrica. Desde mi especie de atalaya miro un patio minero, bien abajo, en el que algunos trabajadores de overoles azules y cascos rojos se mueven cual hormigas en pos de reparar un tractor. Al verlos me tienta la curiosidad y desciendo hacia ellos directamente, desafiando las fronteras o linderos de ese negocio que parece no tenerlos, o, ¿ya estaré hace rato dentro de sus dominios? Tras un respiro profundo en el que inhalo todo el aire que mis resistentes pulmones están acostumbrados a retener, continúo bajando. La basura es mayor y mucho más notoria a medida que me voy acercando a ese espacio laboral, hasta que llego; allí el piso está regado de petróleo, de grasas y aceites, el piso está renegrido y está humedecido por estos elementos y, desde luego, no hay ninguna planta que destaque en ese lugar. Los mecánicos trabajan inmutables, seguro que me han visto, pero me ignoran absolutamente, están concentrados en su tarea. Hay galpones llenos de barriles y máquinas, hay habitáculos propios de un taller. En un área del mismo, algunos trabajadores se disponen a almorzar apoyados en una especie de mesas, parece que han salido de algún socavón, están vaciando las bolsas en las que les ha llegado el almuerzo, contienen portaviandas y táperes; al parecer, no hace mucho rato que un pequeño bus se los ha dejado. Un service, sin duda, les reparte sus alimentos. Me acerco saludándoles, alguien me contesta cortésmente y viene hacia mí; no lo identifico, parece que no lo conozco, imagino que debe ser aijino. Les expreso mi deseo de que disfruten de su descanso y alimentos con un sonoro: ¡Buen provecho!; me lo agradecen con una sonrisa, a la vista franca, y un movimiento ligero de cabeza. Esta circunstancia me da seguridad, no niego que ingresé con cierto temor a ser repelido; sé que en estos lugares no se es bienvenido, siempre hay un control estricto ya que alegan ser propiedad privada. Me había preparado para responder que los linderos no se veían por ninguna parte. No tuve ocasión de usar la respuesta. Al frente, saliendo de este espacio, y cruzando la carretera, hay un túnel del que salen algunos vehículos cargados y algunos trabajadores a pie; unos metros antes hay una garita de la que emerge un vigilante algo timorato y dudoso. Lo noto nervioso al saludarme, no me interroga nada porque estoy caminando en la carretera. Al ir camino abajo miro hacia mi derecha y me sorprende la cantidad de desmonte, inmensa acumulación de desperdicios de mineral que no les sirve; por un costado repta un acequia que pasa cerca. ¡Era agua! ¡Ya no lo es! Ahora es un líquido viscoso y mortal que va a empozarse en la parte baja del desmonte con la finalidad de que se asiente la espesura de ese fluído. Junto a eso se advierte la existencia de trochas, perforaciones, por doquier; otras montañas más sufren de caries terminal. Mi camino continúa, avanzo lentamente procurando observar al máximo lo que allí está sucediendo. Una camioneta me cruza, va en subida, su chofer me saluda amablemente. En el trayecto, hacia la pendiente hay una parrilla que debe ser un tragaluz o ventilación de algún socavón, humea ligeramente y no hay protección, o al menos un rótulo de alerta que diga: ¡Cuidado!, o algo por el estilo.

Me voy acercando a las minas viejas de Hércules y los desperdicios se hacen más visibles, son propios del lugar: fierros oxidados y en proceso de deterioro terminal, latas corroídas por el agua y la intemperie, plásticos descoloridos y otros, que reflejan haber sido arrojados ya hace bastante tiempo. La carretera está polvorienta pero no es tierra, es polvo mineralizado que supongo es de la misma clase que llega al pulmón de los estoicos mineros. En el trayecto hacia la ladera al pie de la carretera hay un corral de encierro de animales, al parecer para reses; en realidad desentona en el ambiente, tal vez sea una forma de demostrar que la ganadería es posible a pesar del daño irreversible. ¿Qué tipo de pasto comerán los animales en esa zona?, todos los pastos si no están deteriorados, estan contaminados en grado sumo. Más abajo quedan los restos de viviendas que estuvieron ocupadas hace más de cinco décadas, ahora están inundadas de barro seco y cuarteado mostrando una desolación deprimente. A continuación está el puente y me pregunto porqué no lo habrán modificado, ampliado o renovado, sigue siendo el mismo con sus barandas laterales de fierro y unas tablas que suenan cuando los vehículos la recorren. Ese túnel a su costado es el más antiguo del lugar, allí había estado Antonio Raymondi, el que nunca dijo que Aija era Perla de las Vertientes, ¿quién lo habría escuchado? ¡Él no fue a admirar la naturaleza, la fue a inventariar para la mejor explotación de nuestras riquezas, por parte de los europeos! En alguna ocasión, en ese lugar un cura se accidentó, se desbarrancó hacia el foso minero; cuentan que no le funcionó su vinculación divina, se golpeó como cualquier mortal que paga sus pecados. Al apreciar mejor el puente llama mucho la atención que no haya sido mejorado a pesar del uso cotidiano y los buenos réditos que la mina tiene. Lo cruzo, se ve antiguo; es lo único que no ha cambiado. Busco un sendero que me conduzca librándome de la polvareda y, por otro lado, no quiero alejarme del desastre ocasionado por la explotación minera, lo pienso escribir; de allí que prefiero no alejarme de la quebrada. Elijo uno que tiene rastros frescos de tránsito de seres humanos; son huellas dejadas por las botas de los trabajadores confundidas con restos excrementicios de las ovejas que han transitado por allí también. Avanzo unos cuantos metros hacia abajo y de la parte derecha, en donde hay una especie de vivienda prefabricada, sale un perro acucioso a atacarme, detrás de él aparece un guardián, quien me interroga a dónde voy; le contesto que a mi casa. ¿Dónde es tu casa? –me dice. “Ahicito, nomás” –le replico. ¿Dónde ahicito? –me inquiere otra vez. “En Aija, nomás“ –le contesto. Y, ¿cómo te llamas? Le respondo diciéndole mi nombre. Aunque parece no entender mucho de lo que está sucediendo, me acepta en sus dominios, pero sabiendo que no me quedaré por allí, ni me inmiscuiré demasiado cuando le digo: “No soy ingeniero, ni busco minas, ni soy ambientalista. Soy un poeta loco que anda mirando el paisaje para ver si escribo unos versos“. El vigilante sonríe y yo sigo caminando de bajada. Ha tranquilizado a su perro que ya no ladra. Continúo y veo los pabellones en los que vivían antes hace treinta años los trabajadores de esa mina. En aquella época había una población notoria; ahora están volviendo a ocupar esos restos que sólo son paredes sin techo. Como tienen piso de cemento es posible que los habiliten para ocuparlas de nuevo. Se ve deterioro por todas partes, el tiempo ha protagonizado su rol destructivo. Ha transcurrido unos diez minutos y me topo con una estación donde hay carros y máquinas, está ya en la parte muy baja de las minas. Cerca a un recodo que hace la carretera, hacia un lado, quedó de tiempos atrás un gran túnel, del que recuerdo salían volquetes llenos de mineral. Esos vehículos me ayudaban a llegar a Ticapampa muy temprano; a veces, sin cobrarme por el pasaje. Cruzo el patio, hay trabajadores, de ellos se me acerca un vigilante y me pregunta si soy Carlos Mejía, le contesto que sí; me supongo que el vigilante de más arriba le ha comunicado mi presencia. Me indica el camino que debo tomar para salir, aunque no me llama la atención por mi intromisión en lugares que normalmente están vetados. Me retiro, pero no le hago caso de salir directamente hacia la carretera, lo hago siguiendo el curso de una acequia con aguas oscuras y espesas. Unos metros más abajo todas las piedras están recubiertas de una especie de óxido, que ha teñido hasta las riberas de ese canal de un color anaranjado. El agua que corre en medio es grisácea. Hace un contraste que llama la atención. Trato de dar una última mirada al interior de ese centro minero y me retiro lamentando que en la parte baja haya una gran acumulación de desmonte y algunos charcos artificiales donde, sin duda, esa agua que vi correr se estanca y asienta un poco antes de caer a la especie de río que hay en esa quebrada y que se convierte en afluente del río Santiago. De todos modos ese método no alivia el destrozo porque hay unas filtraciones de color oscuro, asemejando al color de la algarrobina, un marrón bien oscuro que acaramela las rocas aledañas. Mi camino no puede detenerse por mucho tiempo, así que voy a paso ligero. En la parte más baja hay unos bueyes, debe ser una yunta que apacenta, los animales están un poco flacos. En esta parte el pasto, el ichu, reverdece un poco aunque están cubiertos del polvo que produce la carretera. Pateo una mata de esa paja para probar qué sucede y cuando lo hago se produce una polvareda como si se tratara de una explosión; ¡desmesurada para la intensidad del golpe! Me sorprende.

Los pastos están exterminados y los residuos son venenosos (Foto: A.M.A.)
Entre tanto, voy escuchando los truenos en la parte alta, parece ser en las alturas de Karán. Ese sector se ve nublado y muy oscuro el encapotante nubarrón. Me supongo que hasta estará lloviendo; sucede que mientras hacia la parte baja está soleando allí por lo menos garúa. Ese tronar me ha despertado un poco de tanto sufrimiento al ver la desgracia que se avecina, cada vez más, a las cercanías de mi terruño.

Estoy mucho más abajo de Pallca en que hay otra curva para bajar hacia Anquilta. He venido mirando como va chorreando ese riachuelo lleno de lava, pero cuando veo el río, hacia mi izquierda y que baja de Karán, me llama la atención lo cristalina de sus aguas. Se ve limpia, pero unos metros más abajo se junta con la que baja de Hércules y se transforma en una agua lechosa que sigue recorriendo entre piedras y rocas teñidas por las aguas contaminadas. A partir de ese lugar el río Santiago ya está condenado a una presencia lánguida y triste, despreciable, y nada atractiva. Todo su trayecto es el mismo. Por la hondonada avanza sin mediar diferencia de sus aguas y, sólo cuando se junta con el río La Merced y después con el río Monserrate, recupera ligeramente su naturaleza. Llego a Anquilta y el verdor de este sector de Aija, me llena de esperanzas y alegría de arribar a mi pueblo que aún parece conservar la virtud natural de mostrar vida sana. Los papales ya están casi floreando, habrá cosecha muy pronto. Algunas personas, al frente, están arando y esos espacios marrones, con color a tierra destacan por su prolífica presencia. Aunque cuando intento divisar al frente, hacia Llanqui, son los cableados de luz y teléfonos los que alteran el paisaje, no permiten disfrutar el entorno, parecen redes o telarañas que distorsionan la visibilidad. Mientras, algunos niños escolares van regresando a casa, a pie y algunos otros en bicicleta. Los veo sudorosos y cansados. Van en grupos y algunos solos. Llego a la acequia que va hacia Pacos y aledaños. El agua es cristalina, sin duda la toma no tiene que ver con el agua que veo correr por el río; pero, me hace considerar que en no mucho tiempo terminará también afectada. De este lugar hacia Aija decido ir por la carretera, en vez de ir por Pajarón y llegar a Rokna, llegaré a Jirca por el lugar en que siempre veo asomarse a los buses que vienen de Huarás, cuando estoy en Chuchún. Bajo por la calle Jacinto Palacios, mejor llamada Peligro y, a una cuadra siguiente, me encuentro con Nolberto. Le cuento de mi caminata, sonríe. ¡He llegado en tres horas y media! Me cuenta que Washi, cuando hacía el recorrido que hice hoy, y era alcanzado por el bus e invitado a subir contestaba: “No, gracias, estoy apurado”. Sonriendo continúo bajando hacia mi destino final que es la parte baja del pueblo. Esa calle ha sido encementada incomodando su uso. El otro día no pude bajar tranquilo con mi carga de papas porque los pobres asnos temblaban demasiado al bajar. Pobres ellos y pobre yo. ¡A quién se le ocurrirá estandarizar de ese modo los pueblos andinos! Ese es otro monstruo que atenta contra el rostro aijino, porque llegará un día en que todas las plazuelas se vean igual y las calles también. No entiendo cómo los expertos justifican cemento y más cemento. ¡Añoro aquella calle que a diario me conducía a mi Escuela 1700!

El daño es visible y ya no es agua para el cultivo (Foto: A.M.A.)
Por ahora ha sido otro el motivo de mi viaje, pero he sufrido un poco al ver in situ la desgracia que está produciendo la actividad minera. No sólo basta que escribamos memoriales, que las firmemos desde la distancia corta o larga; es fundamental visitar y convencerse personalmente que la tragedia recién comienza. Lo más grave es que a pesar de nuestros esfuerzos por reducir los efectos, nos veamos condenados ya, debido a la entrega de concesiones y denuncias mineras en el más alto nivel del gobierno. El mismísimo Presidente de la República ya ha firmado la entrega de nuestras riquezas subterráneas a empresas que no tienen el menor interés en conservar el medio ambiente ni respetar a las gentes que viven en esos lugares o cerca. El pedido y la súplica que se hace al Ministerio del Ambiente es ridícula porque éste no puede contradecir al Ministerio de Energía y Minas, por pertenecer a la misma estructura del Estado y cumplir con la misma política de gobierno. No habría razón para que ese Ministerio nos defienda cuando tiene responsabilidad compartida por la entrega del suelo peruano, conjuntamente con los demás en el seno del Ejecutivo. No hay que ser ingenuos. El país está rematado a precio de ganga y nosotros seremos los que pagaremos los platos rotos con nuestras vidas, con nuestra salud y con nuestro futuro que ya lo están acribillando descaradamente. Lo demás son discursos disuasorios, distractivos e ineficaces. No hay una persona especialista en el tema que pueda aclarar exactamente el problema. Nuestras autoridades mismas o no saben, o no entienden, o simplemente ya están conchabadas con el poder minero que no hacen nada para proteger no sólo a los pobladores, sino a las tierras de las que vivimos todos los que habitamos este suelo aijino. Ojalá no sea tarde cuando nos demos cuenta realmente de lo que se debe hacer para evitarlo.

Cómo han transcurrido más de quinientos años y se siguen llevando toda la riqueza posible, ¿llegará el día en que nos toque algo a nosotros que no sea tragedia y desolación?

Aija, 06 de octubre de 2010.
* Fotos proporcionadas por Alejo Mejía Antúnez. Formaron parte de un expediente de denuncia a las mineras en la Fiscalía correspondiente.