14/11/11

• Pasiones Pirurupúnticas II

DEBO

¿Debo crucificar tu silencio
en el madero de mis alegrías
para entender que me amas
en polifónico secreto?

¿Debo quebrar la Luna,
espejo de mis oníricos vuelos,
para considerar a las estrellas
diamantes de tu verbo cautivo?

¿Debo gritar tu nombre
en el espacio cóncavo del ande,
para tocar la fibra de tu alma
y me respondas con dicha?

¿Debo blasfemar al viento
que avasalla mis curtidos días,
para que no se lleve solitario
el encanto de tus pupilas?

¿Debo guardar mil silencios
que ya acarician mis noches,
para descubrir el eco de tus labios
asesinando mi testaruda espera?



AMAR A MÁS DE UNA

Ay, pobre de mí,
efímero mortal,
condenado
al amor único y total;
insatisfecho
de amar sólo a una,
placer de un egoismo
sin fortuna.

¿Qué es de la noche sin estrellas?

En ella refulge
una imponente Luna
que sola, sin séquito,
lánguida sería,
ausente, triste y taciturna...
pero, no está sola
para mi regocijo.

Ya aguardo
en ella reflejado verme,
y quisiera
mi corazón la emulara,
para no sentir
que es malo,
muy malo,
amar a más de una.


TU TERNURA

El silencio cunde con ternura,
alguna avecilla extraviada vuela,
el viento ya mece los arbustos
y los eucaliptos le hacen reverencia.

Los techos franquean sus resquicios
compitiendo con las Nubes de Shanán;
los primeros, delatan la comida hecha;
los segundos, la lluvia que vendrá.
Entretanto, las calles empedradas
que a mis pasos aceptan amorosamente
se convierten en cajas acústicas del alma
invitando al recuerdo y ensoñación.

¿Por qué he vuelto? ¿Por qué estoy aquí
hurgando en el ovillo del pasado
el comienzo de mi felicidad?
He venido a eso... ¿sólo a eso?
“No sólo a eso” –tu paisaje me lo dice–
he venido a llenar mi incompleto cariño
con aires de tu ser ancestral,
con mieses de tu portento maternal,
con el afecto infinito de tanto ausente,
con el silencio cundido de ternura…

¡Oh, Aija, manantial de mi locura!

(Del poemario “Pasiones Pirurupúnticas” - 2011)


27/06/11

• Cuentos

UN DOMINGO
Por: Carlos Mejía Gamboa

         La grabadora comprada en días anteriores pujaba por la escasa fuerza de sus baterías y ese ruido era el único coro a algunos ronquidos que se percibían en la sala. Mis padres festejaron, como siempre, con sus merjunjes y mezclas de Ron Cartavio con jugo de Maracuyá, recurso efectivo para que nadie quedara en pie alardeando de su resistencia al alcohol. En eso mi madre era meticulosa y pretendía que sus invitados fueran combatidos por el ron de la tierra “donde yo nací”. Eran fieles a las botellas del añejo cuya apariencia oropelada, inclusive a mí, que era un niño, me atraía. Los vasos sobre la mesa estaban vacíos y chorreados, los puchos de los cigarrillos parecían cucarachas desperdigadas por el suelo, las cajetillas trituradas de los cigarrillos estaban cerca a las patas de los sofás, la guitarra de mi padre se veía despeinada con su primera cuerda arrancada y le rodeaban unas cuantas botellas de cerveza medio vacías... Los invitados no sentían nuestra presencia. Estábamos pasando revista a los estragos de la fiesta y reíamos burlonamente de los gestos que caracterizaban a cada persona dormida, sin llegar a comprender esa transfiguración. La noche anterior cada uno llegó muy formal y ahora no se merecían ni el saludo. Los vestones arrugados, manchados con la ceniza de los cigarrillos, les acentuaba la apariencia de espantapájaros derribados. Estábamos acostumbrados a sus presencias pero, hoy domingo, veíamos que se habían excedido. El sol emergió temprano pero, a pesar de su intensidad, no abrigaba; poseía una languidez curiosa y su luz era deprimente. Mucho tiempo me he preguntado si ese color era producto de mi estado sicológico, de mi percepción; incluso he pensado que el color del ron se habría impregnado en mis retinas. Sin embargo, era un día luminoso y eso traía alegría a los habitantes de la zona, después de algunos meses de lluvias torrenciales y grisácea vida andina; éstos eran días para celebrarlos y disfrutarlos porque era domingo y no cualquier domingo. Cuando se es niño los días no son distintos y el tiempo no transcurre; será porque el mundo de juegos y distracción determinan la existencia. La casona en la que vivíamos poseía un inmenso patio; por eso no perdíamos un instante para derrochar nuestra energía. Los pelotazos continuos flagelaban a los rosales muy bien cuidados por mamá. Ella no reclamaba prefiriendo que estuviéramos allí cerca antes de dejarnos salir a otros lugares y perder el control sobre nosotros. Tal cual es que jugando esperábamos a que nuestros padres se recuperaran y de eso nos percataríamos cuando comenzaran a dar órdenes.
Contentos estuvieron durante la semana porque compraron ese aparato y se esmeraron en grabar hasta pequeños detalles. ¡Se regalaron un divertidísimo juguete! El rostro de mi padre se mostraba rebosante y sus ojos se le achicaban en cada sonrisa. Grabó varias de sus canciones y no se escuchaban mal; hasta nosotros dejaríamos impregnados risas y llantos. No nos permitían usar la grabadora, era muy pronto. Tendríamos que esperar más tiempo, quizá hasta cuando el aparato estuviera a punto de malograrse. De pronto, despertaron y lo primero que reclamaron fue una bebida bien fría para aliviar los estragos del alcohol. Sin demora nos pidieron:  “Chicos, cómprennos unas Cocacolas, por favor”. Obediente, partí con Rodelca, mi hermana menor. A pasos marcados nos encaminamos hacia la bodega más cercana. Pero, no nos dirigimos de inmediato a ella. Ese día se llevaba a cabo un programa dominical, con desfile e izamiento del pabellón nacional, por eso continuamos por la calle que nos condujo a la Plaza de Armas. Allí  imponente la iglesia del pueblo, con sus dos torres, una a cada lado, nos acogió en su sombra. Ese edificio destacaba por su tamaño y antigüedad. Era una obra de tiempos de la Conquista. Hoy, las campanas llamaban a misa como cientos de años atrás. Sin mediar acuerdo entre nosotros pero, sin duda, atrapados por la curiosidad, emprendimos hacia la torre izquierda. Era de allí de donde provenían los repiques. Una puerta de madera pequeña, sin pintar, nos franqueó el ingreso. Tomé la delantera y extendí mi mano izquierda para que Rodelca se cogiera. Ante nosotros había una polvorienta escalinata. Con la otra mano iba apoyándome en cada peldaño de piedra, sin duda traída de las ruinas arqueológicas aledañas. Se veía muy frecuentada. Comenzamos a ascender y casi al final, en una especie de plataforma, estaba Shilly tirando de unas sogas para que las campanas sonaran. Parecía un director de orquesta, con los brazos en alto y agitándolas fervientemente. Se veía como un gigante, iluminado por el intenso sol. Tuvimos miedo y bajamos más rápido de lo imaginado. Por lo demás, no creo que Shilly se hubiera percatado de nuestra presencia en medio de ese escándalo metálico. Regresamos a casa. No hicimos comentarios de lo hecho. Nos amonestaron por demorarnos más de lo necesario. Es más, la presencia de doña Ofelia, amiga familiar que nos visitaba, favoreció que el tema no continuara. Ella tenía voz sonora y en casa era muy respetada y bienvenida. A ella la visitábamos con frecuencia y lo hacíamos con mucho placer porque eran sus conejos los que nos atraían. Hoy almorzaríamos juntos. De modo que mi madre, mi abuela y esta señora, se dispusieron a competir sus virtudes culinarias. Todos los fines de semana, había aprovisionamiento de carne, quesos y huevos que eran traídos de los caseríos aledaños. Mi padre debía estar, como de costumbre, tendido sobre su kopi –un pellejo de carnero– leyendo y manipulando su inseparable Larousse, al que llamábamos “el libro gordito de papá”. Es lo que más debe haber hecho en su vida, al no ser un tipo de cantinas ni otras aventuras; distracción que parecía no gustar a mi progenitora.
En la calle se escuchaban risas de quienes pasaban hacia el campo deportivo donde se desarrollaría un campeonato. ¡Ah, esos tiempos Aija bullía de energía y su población era numerosa! De modo que las voces femeninas destacaban a la par con la bocina del heladero y, en la pendiente superior de la cancha, ya la gente se arremolinaba buscando un lugar cómodo para pasar la tarde. De vez en cuando, se reconocía el rebote de las pelotas en juego y, en alguna ocasión, se paseaban por el tejado de nuestra casa, arrastrando a su paso cualquier teja suelta. De ellas nos habíamos escapado ya en alguna oportunidad. El almuerzo estuvo exquisito, asentado con Cocacolas y duraznos Aconcagua. No había de qué quejarse. No se escatimaba mucho a la hora de disfrutar con placer, tan es así que nos quedaron buenos recuerdos de esa abundancia. Abundancia que nos permitía, también, jugar con la comida. Los huevos “pagaban el pato” y a pesar de haber almorzado regresábamos a la cocina a encender el fogón. Mamá cocinaba con leña y tenía ollas de barro y otros enseres llenos de hollín. La cocina era oscura debido al  humo pero destacaban los jamones colgados del negro techo y la  “werinkja” siempre conteniendo jugosos quesillos.  Teníamos puesta la sartén al fuego cuando, de repente, sentimos un ruido estremecedor que parecía provenir de la calle, pues sonaba como que un tractor estuviera pasando. Ese ruido se convirtió en algo que nos rodeaba. Provenía de debajo de nuestros pies haciéndonos perder el equilibrio y las paredes de la cocina remecían. De pronto, cayó un trozo de hollín sobre el huevo que estábamos friendo. Fue un inesperado llamado de atención. La leña ardía notoriamente. Nos alejamos del fogón dirigiéndonos al umbral de la cocina y en él nos detuvimos. Era la reacción cada vez que se producía un temblor en los cambios de estación. Pero, hoy domingo, era intenso e incontrolable. Nos cogimos de la puerta pero todo se zarandeaba a la vez y las tejas comenzaban a caer de los techos. Tirando del brazo de Rodelca, corrí hacia el patio sorteando adobes que caían. Ya desde allí vimos a nuestros padres bajo el umbral de la sala vieja. La luz solar se ausentó por unos instantes como en circunstancias de un eclipse de Sol. Los asnos rebuznaban en el valle y las gallinas que teníamos en la casa buscaban refugio. Las aves piaban sonoramente como al anochecer. Los cerros retumbaban y se advertían derrumbes. No duró ni un minuto y ya nuestras existencias estaban marcadas por la desesperación, el temor, el dolor, la desgracia.
Mi padre corrió hacia nosotros, nos abrazó y, ya todos juntos, nos arrodillamos implorando clemencia a un Creador que estuvo más ausente que nunca. Llorábamos, lloraban; gritaban, gritábamos. Corrimos hacia la calle donde muchas paredes estaban derribadas, y nos condujo a la Plaza de Armas, lugar donde se iba reuniendo la población. Las mujeres imploraban en voz alta el evidente fin del mundo. El ambiente estaba invadido de polvo y la tarde se oscureció. Llegamos a la Plaza y lo primero que nos llamó la atención fue la ausencia de las torres de la iglesia. El cuerpo se me escarapeló. Detrás de la voz sonora del cura que pedía calma a sus feligreses, yo estaba escuchando el repique de las campanas que en la mañana me habían atraído hacia ese lugar. Eran los redobles de una campana mediana y unas tres o cuatro campanas pequeñas. Volteé curioso para comprobarlo pero sólo me rodeaba desolación y tragedia. Allí no había otra cosa más que un montón de adobes y no era yo el único en dirigir mi atención. Al otro lado, la imponente Municipalidad con ese balcón largo en el que habíamos correteado en días anteriores, también, ya no existía ni existiría jamás y, por ese lado, sobre los promontorios de ruinas se veían los cerros definiendo una nueva perspectiva en el paisaje aijino.
La torre izquierda de la iglesia jamás se reconstruyó, sólo queda en lo profundo de este recuerdo una rara pero sentida ausencia.



YO AMO A MI GATO
Por: Carlos Mejía Gamboa
          
          – “¡No digas que te gusto!, de ese modo no me agrada. Si lo piensas me lo dices, pero no lo cuentes, ¿de acuerdo?” –le dije, casi temblando, con valor que puede caracterizar a un chiquillo imberbe.
Me había nutrido de fuerzas para enfrentar a aquella criatura que ya empezaba a soñar conmigo. Yo, también, con ella. Sería desleal no aceptar que me encantaba. ¿Cómo no adorar sus ojos almendrados, sus rosados labios, sus dientes aperlados, sus rizados cabellos...? Hasta temblaba cuando la veía y me agitaba. Muchas veces la perseguí; me miraba de reojo, como evitando un encuentro de nuestros cuerpos, que ella, como toda mujer, ya intuía serían el uno para el otro. Otras, fingí no mirarla aunque mis ojos sudaran al encontrarla. Hora tras hora pensé en esos instantes que yo, inexperto, encontraba irrepetibles.
Ahora, frente a mí, con candidez se enfrentaba a mi actitud y, por lo mismo, aborté un llamado de atención extraño, fuera de lo imaginado. Vociferé sin medir lo que decía y no supe por dónde comenzar. Hasta creí que el escenario no era adecuado. No nos encontrábamos lejos de casa, pero ella estaba conmigo porque también lo quería. Seguro que nadie se percató de lo que ocurría. Las calles silenciosas eran acariciadas por un sol radiante, que delataba a toda vista nuestra actitud, pero jamás habríamos detenido nuestro impulso. Me imagino que alguien no habría elucubrado que nuestros corazones ya latían a un compás distinto y acelerado, y que hasta  nuestras miradas comprometidas reflejaban pasión y proclividad al deseo de la carne. Teníamos los rostros sonrojados por el frío y disimulaban tentaciones prematuras que sólo comprenderíamos con el transcurso del tiempo.
El “no digas que te gusto” parece que la sorprendió, quizá la asustó, porque dejó de mirarme a la cara y clavó sus ojos en mis maltratados zapatos. Entonces arremetí con el resto de mi discurso, considerando que si le daba oportunidad ella terminaría llamándome “cobarde” o algo así. Me escuchó y luego, con voz melíflua, me dijo: “No te creas tan bonito… yo amo a mi gato”. Dio media vuelta y se enrumbó por una calle empedrada que hacía más sonoros sus pasos. Sólo antes de traspasar el umbral de su casa me miró con ternura, levantó la mano ligeramente y sonrió mordiéndose los labios. Entonces me invadió un escalofrío. La osadía de Virginia me había congelado.
Cuando me imaginaba más grande, y casándose conmigo vestida de blanco o cualquier color, sentí el peso de una madura mano sobre el hombro derecho preguntándome: “¿Te sientes bien?”. Esa voz tosca, profunda, había quebrado mi primer sueño. Me pasé la mano por la frente y me repuse para seguir caminando como si cargara la culpa de haber roto una pieza de cristal de un valor incalculable.

(De "Colombina y otros relatos", 2008)

23/03/11

• Pasiones Pirurupúnticas

¡AY, CORAZÓN ACERADO!

La tarde tímida se acuesta silenciosa
dejando que el Sol le bese con temor;
la lobreguez resucita fortalezas de mi ser;
son lomos azabaches mi cordillera,
únicos guardianes eternos de mi terruño,
gigantes de mis juegos de noche plateada,
fantasmas en mis solitarias madrugadas,
dioses inalcanzables de mi inútil creencia.

Cómo saltaba de cólera infinita
cuando Mulluhuanca encortinaba con su sombra
cobijando a mi pueblo en su regazo, recatado...,
las luces moribundas competían ineptas
con el guiño solar reflejado en Putzpún;
entonces, bramaba caudaloso el Santiago
haciendo coro a mis bullentes sueños
y la Luna, a veces, tan deslucida torta,
guiaba mis pasos furtivos hacia mi amada.

¡Desde Marcacoto siempre mirar es un placer!
Está Aija recostada, dolida, postrada otra vez,
compitiendo con sus casas el brillo estelar
y con su silencio acoge mis pasos, mi voz;
con sus tejados empiedra el sendero ideal
sobre el que retozan hoy mis recuerdos dolidos;
pero, ¡ay!, de aquellos instantes acrisolados
que han dejado en mí ecos en el alma,
tachonados, incrustados, de mucho amor
canturreando versos a su orgullo altivo.

¡Ay, corazón de acero, acerado,
diminuta herrumbre para esos imanes!

¡Ay, corazón de acero, acerado,
que de Aija olvidarme no permites!


TU VOZ

¡Ah! Tu voz, tu sonora voz,
caricia saética en mis oídos,
¿acaso puedes ser eco sahariano
o grito de un alma fértil?
¡Ah! Sonoridad de tu recatada alma,
manantial prístino de esta pasión
que inunda el sediento lago
de mis apacibles certezas.

Regalo de tus dolidas ansias
que al universo de mi solitud
llega acariciando la mansedumbre
de mis altiplánicos albores,
removiendo impulsos arcaicos
en el puntal pirurupúntico
de mis lozanos recuerdos.

Entonces, reparo en tus huellas
el grito prudente de tus pasos,
el paisaje de tu indecisa sonrisa,
la silueta ágil de tu abrazo,
el grácil contorno de tu beso,
¡arrendras mi astral cariño
amainando mis ramalazos de luz!

Pero, ¡ay!, tu voz... tu voz.


SILENCIO CRUCIFICADO

Hoy que la congoja me cautiva
en mustio verano equinoccial
reclamo tu sombra enardecida
eucalipto añoso y señorial;
recostado al abismal camino,
cual ángel en pretendido vuelo,
cobijabas nidos de jilgueros
mientras perfilaba mis sueños.

Con el recuerdo casi fresco,
repujado con pasos citadinos,
con deseos aún inconclusos
y alegrías que no merezco,
siento aquel distante tiempo
en que en tu roñoso tronco
mi alma pura dejé crucificada
con aromas de cuajado sol.

Ay, frescura de aquellos días,
de horas sin compás maternal,
hijas de bastardos instantes.

 (Del poemario: “Pasiones Pirurupúnticas"- 2011)

10/03/11

• Un viaje a la desolación

Por: Carlos Mejía Gamboa



Propiedades convertidas en inviolables (Foto: Alejo Mejía Antúnez)*
Son días calurosos de sol intenso que durante el día abrasan sin compasión y dan brillo reluciente al paisaje; son estos que permiten dar rienda suelta a los deseos impulsando salir de la ciudad a disfrutar lo campestre, lo bucólico, lo rural. Después de meses de bullanga y acoso sonoro provocado por el jolgorio electoral, se advierte un notorio silencio como alivio al cansancio a que nos han tenido obligados los participantes en las elecciones 2010; inconscientemente comenzamos a preocuparnos, de igual modo, de que hay que cumplir con el derecho-deber de sufragar el domingo. Nos apremia la definición de a cuál de los candidatos apoyaremos; y como ya llegará la dictadura de las multas, debemos sopesarlas con el sobrecosto de los pasajes en estos días de acentuada demanda. Empero, yo un ciudadano más, presionado por esa circunstancia, decido partir a ejercer mi ciudadanía en Aija, pues no puede ser de otro modo. ¡No hay presupuesto para tener que pagar multas! Me levanto temprano y corro esperanzadamente a obtener un pasaje a mi destino; no hay ninguno, se han agotado. Tal vez, ¿más tarde? –pregunto. No hay. ¿Para mañana? Tampoco. Sin redundar en mi esfuerzo por esperar o desesperar, no me hago problema, “siempre hay soluciones” –reflexiono. Y, ¡qué mejor! Se me ocurre algo maravilloso e interesante: ir caminando de Recuay a Aija, como en algunas ocasiones anteriores, con la diferencia que ellas ya fueron hace muchos años. Tengo la certeza de que los lugares son los mismos y los caminos también; sólo necesitaré más tiempo de lo previsto, o de lo concebido como normal. Optaré por viajar en una combi hasta Recuay, luego caminaré hasta coronar el abra de Huancapetí para bajar fácilmente hasta Aija. Ya no me preocupa si el servicio interprovincial funcionará o no; renunciaré tozuda y voluntariamente a pedir ayuda a cuanta camioneta o volquete transite por la carretera polvorienta y solitaria. Aún me queda un poco de orgullo que me ayuda a enfrentarme estoicamente a la adversidad. Caminaré para mi placer. Volverlo a hacer excita mi curiosidad. 

Acumulación de aguas contaminadas (Foto: A.M.A)

El minibús, entonces, sale de Huarás a las diez de la mañana y me conduce por la carretera que, en algún momento de la historia del país, fue una de las mejores; está llena de inmensos y profundos agujeros, provocando que con innumerables saltos y malabares, que hace el conductor, mi cuerpo se maltrate innecesariamente. Llama la atención por ser la más importante vía de acceso, la pobre está parchada sin criterio alguno. Da rabia y pena, cuando sabemos que esta es la región más rica del país. ¡Qué orgullo! Y pensar que la usan millones de turistas que visitan nuestro Callejón de Huaylas. Viajo embutido, además, en ese colectivo que hace aflorar mi trauma de sardina aprisionada. Las gentes no pensarán mucho como yo, se les ve alegres, insensibles a estos detalles; pero me imagino lo que deben pensar los turistas. En cuarenticinco minutos de viaje, que se hacen demasiados, llego a Recuay. Hoy el pasaje me ha costado dos soles cincuenta a diferencia de otras ocasiones anteriores, ha subido el pasaje. Al ingresar a la ciudad, el puente me hace recordar que mucho antes era camino obligado. La Plaza de Armas luce majestuosa; diría soberana, mejor. Rodeada de edificios importantes, luce dinámica. Mis recuerdos me obligan a identificar la ubicación de aquellos restaurantes que nos albergaban, en cada viaje, hace algunas décadas ya, cuando pasábamos rumbo a Aija. Cosa curiosa: en esos tiempos, casi todos los choferes en Aija eran de esta zona. Algunos se quedaron y echaron raíces que han contribuido a acrecentar el amor por esa tierra que los cobijó. La gente se ve inquieta, unas mujeres corren con atados de alfalfa fresca, se lamentan que esté cara. “A diez soles la arroba, es mucho”, dicen. La propaganda electoral acuchilla indoloramente el aspecto pueblerino, distorsiona su auténtico rostro mostrando un carácter comercial-publicitario que no le corresponde. ¡Mucho derroche innecesario! Después de un rato, abandono la ciudad y me alejo de su planicie para comenzar a caminar hacia lo abrupto, hacia la parte superior, a las faldas de la cordillera en la que se reclina modestamente este pueblo. Me dirijo, sin dudas, a Sinkuna, aprovecharé para recorrer algunos recodos que me conduzcan hasta la parte alta. Imbuido de gran entusiasmo echo camino cuesta arriba. Antes, llego al desvío de la carretera hacia Aija y lamento, una vez más, que ni siquiera haya un paradero acorde al respeto que se merecen mis paisanos u otros usuarios. Esa es también una vergüenza que arrastro hace tiempo. No es posible. El camino se ofrece polvoriento, no ha llovido lo suficiente aún; pero, mis llanques son más que adecuados para la travesía, me ayudarán favorablemente, estoy acostumbrado a ellos. Desde ese sector, volteo para mirar y Recuay se me regala alegre, hermosa, atractiva, envidiable. Su superficie plana le da un encanto especial; allí contrasta su rojiza techumbre con el fondo gris de las riberas pedregosas del indomable Río Santa, que para estos días transcurre lento, apacible, disminuido. El estadio de fútbol llama mi atención, su césped lo hace resaltar en medio del paisaje citadino; deseo fervientemente uno así para mi terruño, tal vez sea un sueño imposible. También destaca la iglesia, entre otras edificaciones.

Aguas que ya no son para consumo humano, ni animal (Foto: A.M.A)

Voy tomando altura por unos terrenos abandonados, en descanso; me he salido del camino buscando alguna sorpresa o algo distinto y procuro determinar una dirección que me conduzca por esa quebrada hacia la parte más alta aún; no deseo caminar por la carretera. Voy a parar a un camino de herradura frecuentado por animales, parece ser antiguo, asumo que me conducirá del mejor modo. No dudo ni temo, ya estoy habituado a estas circunstancias, me la paso caminando y recorriendo los lugares más agrestes y alejados de mi provincia. El olor a tierra me embriaga, hay humedad y el sol con su intensidad va evaporándola con inclemencia abrasadora. ¡Hermosa complicidad de la Mama Pacha! Las pencas siempre verdes resguardan los bordes del camino y algunos arbustos las intercalan sobreponiendo sus existencias. Los eucaliptos apabullados por el viento no renuncian a su lozanía y, más bien, regalan una dosis aromática al entorno. Es cuando el espíritu humano se regocija ante esta magia. Inhalando profundamente admiro el azul cielo y, cuando bajo la mirada, me topo con la majestuosidad de la Cordillera Blanca, que me obliga a detenerme, a no seguir mi camino; su blancura nívea contrasta con el alticeleste espacio. Desde niño conservo la debilidad por la magia de ese abismo azul, tal vez provenga de ese infinito abismo... Me quedo extasiado para envidia de muchos mortales y me detengo a sublimar ese placer. Impávido me enfrento y me dejo devorar por la emoción y la fascinación. Mis ojos se nublan por tanta admiración que ha calado en mí. “Desde hoy llamaré a Suiza: la Huarás europea”, digo con desparpajo en voz alta que repercute en mi corazón orgulloso.

Socavones en abandono, muestran lo irreparable (Foto: A.M.A.)
“No me debo detener más, el tiempo no me debe ganar, recién he iniciado el viaje” –pienso honradamente. Entonces, reanudo la marcha. Los lomos de estos cerros, secos hoy, están remendados de chacras que esperan ser cultivadas, se aprecian ocres, desérticas, aunque en algunos rastrojos pacen algunos animales. En su mayoría son terrenos secanos. ¡Cómo el hombre le ha ganado en esto a la geografía del lugar! Esos terrenos parecen remiendos de las faldas del cerro, algunos tan bien demarcados producen admiración por su rectangularidad. Sigo ascendiendo y me viene a la memoria la existencia de las minas antiguas de Kollarakra, por ello decido dirigirme a visitar ese sector, pero sin dejar de pasar por el oconal debajo de Kirúncancha. Me había contado alguien que trabajó en esas minas más de treinta años que, en los años 50, los mineros laboraban allí en paños menores, sin ropa alguna, sólo con un taparrabo y una pechera de cuero para no lastimarse. La calor que hacía dentro en el socavón era terrible, no había ventilación. Las herramientas para enfrentarse a la roca virgen eran cincel y comba. Miro de lejos la mina, ya no queda nada, sólo los túneles dan mudo testimonio porque la han abandonado hace tiempo. Las huellas son imborrables. Llegar hasta allí me significaría más tiempo, además recuerdo que no hay que acercarse demasiado a las bocaminas porque expulsan algún aire viciado que hace mucho daño. Creo haber escuchado, también, que antes de ingresar a reiniciar labores después de tiempo, producen una explosión para expulsar esos gases tóxicos acumulados. De inmediato, me dirijo a Leguaje. Avanzo aligerando el paso, casi corriendo. Se va sintiendo frío como consecuencia de la altura que voy alcanzando. Me veo obligado a ponerme mi poncho a pesar del fuerte sol que, más que abrigar, quema. Veo a algunos pastores, en la distancia; van caminando entre los arbustos y pajas. Es una razón más para no sentirme solo. El viento reina con suma intensidad y fortaleza, lo encuentro brusco y un poco cruel; castiga desmesuradamente.

El río Santiago, contaminado. Irrecuperable realidad (Foto: A.M.A.)

No obstante la belleza de estos lares, me viene a la memoria la existencia de Antacocha y su encanto; me he desviado demasiado y no podré apreciarla ni a la distancia, quiensabe más adelante o más arriba lo logre, todo dependerá de la dirección que siga. Me acerco a Pucapampa, antes se me ocurre visitar una rinconada donde recordaba haber visto acumulación de agua en una hoyada en un rinconcito, lo encuentro pero está casi seco; creo que lo llaman Tzaquicocha, o ¿lo llamarán así porque sobrevive a la sequía? De acá para arriba, hacia la cumbre de Huancapetí, no recuerdo los nombres de los lugares; me lo dijeron, pero mi memoria me juega una mala pasada. Creo que debo haber llegado ya a Llamapampa, lugar que yo confundía con Kirúncancha, no hace mucho me aclararon que está ubicado más arriba y su nombre obedece al hecho de que allí criaban llamas. El paisaje debió ser hermoso con sus presencias. Luego de pasar por una pequeña hondonada, donde la carretera da la última curva para dirigirse a Huancapetí, decido subir por el lomo del cerro donde ahora hay una antena moderna. Tomo mi celular, no hay conexión alguna, ni mínima, lo apago porque ya no me sirve de nada. ¡Adiós a la tecnología del bienestar! Por la carretera veo subir una camioneta de esas que son modelo ineludible en la zona. Ni la miro porque no me interesa, anhelo seguir caminando. La carretera pasa por mi derecha, un poco abajo, pero la ignoro y me alejo más de ella. En esta parte hay ceniza que cubre gran parte del cerro porque quemaron los pastizales para renovar la paja y los pastos, costumbre antigua, desde luego; los ichus reverdecen pequeños, una que otra me pincha los tobillos ya que tengo remangado mi pantalón hasta las canillas. De ese modo consigo altura para luego caminar horizontalmente hasta el abra de Huancapetí. Veo la cumbre soberana de la Cordillera Negra, no me gusta que le hayan puesto un par de antenas ridiculizando su majestuosidad. Hacia la parte baja del abra, territorio recuaíno, hay una mina tachonada hace bastante tiempo; los desmontes son descaradamente visibles y el relave ha ido creciendo aniquilando para siempre gran espacio de campo sano por acumulación desmedida. Aquí predomina el color gris, plomo. Al recorrer con la mirada los cerros aledaños se ven agujeros por todas partes, excavaciones superficiales algunas y profundas otras. La ambición de expansión deja testimonios lamentables de codicia, la cordillera parece poseer caries incurable, los desmontes lo atestiguan. La expansión es indiscriminada, angurrienta, arrasante y cruel. No cabe duda que el cateo; es decir, la búsqueda de vetas de mineral codiciado es permanente y que el amparo que la ley les garantiza ya está concedido y aprobado con beneplácito de nuestros gobernantes. Poseen carta blanca para eliminar todo signo de vida que se les contraponga. La concentradora, por ejemplo, funciona desde hace muchas décadas, desde que tengo uso de razón ya estaba allí; el deterioro ambiental que propicia y ejerce impunemente se comprende con sólo abrir los ojos aunque lacrimosos de tanta desgracia, los desperdicios mineros transforman el paisaje, la naturaleza; desde luego, ya no es paisaje natural sino artificial, la mano del hombre destruye sin piedad. Intentan empozar el relave, pero descienden aguas envenenadas que, en realidad, son líquidos lechosos y espesos. Visto desde la parte superior donde antes habían campamentos y que ahora curiosamente las están habitando, se aprecia una delgada capa de líquido vital sobre el relave en el que se refleja la grandiosidad del Huascarán, Huandoy, Hualcán y otros, así como las nubes que las coronan, pero no produce placer de verlas, aseméjase al reflejo sobre un espejo sucio, mugriento, tenebroso y voraz.

Panorama desolador, consecuencia de la explotación minera (Foto: A.M.A.)
En el corto trayecto que me queda hasta el abra de Huancapetí, un panel informa que me encuentro a 4,800 metros sobre el nivel del mar. Allí, la carretera está bordeada por toneladas de roca extraída de los socavones; no cabe duda porque las piedras están jaspeadas de mineral puro. De ese modo se define un desierto para desgracia de la imponente belleza del mundo andino. El ambiente es dominado por el desmonte menudo y roca. Desde el mismo abra puedo distinguir mi terruño, hacia el otro lado, mirando a lontananza, muy abajo, –alejado de este paisaje casi lunar, desértico–, cual pubis fértil rebosante de verdor y vida. ¿Hasta cuándo? En esta parte comienza la bajada curvilínea y la carretera es polvorienta. Por aquí transitan los volquetes cargados de mineral rumbo a alguna concentradora, son diez a quince que suben y bajan hasta la mina de Hércules. Me detengo en la misma cumbre, entretanto bebo el resto de agua que llevo conmigo. Estoy mirando la inconmensurabilidad de esa quebrada que en partes cobija fértiles valles; mientras, se me ocurre ir a Karán al ver una carretera que va para allá. He estado tantas veces allí y ese es otro tema a tratar. Su futuro también peligra. De pronto emerge en el universo de mis recuerdos el deseo de conocer y visitar el lugar del que llevaban hasta Aija, inmensos trozos de hielo para las raspadillas y helados. Justamente está ubicado cerca al abra, hacia el lado por el que me propongo bajar. El lugar es llamado Marey, es una rinconada que asemeja a un batán, justamente. Pero allí ya no queda nada más. Esos hielos, cual rocas o piedras llevadas a mi pueblo, llegaban envueltos en sacos de lana, previamente embadurnados de aserrín. Desde luego, esa impresión marcó mi mundo de niño puesto que llegaban en los lomos de algunos jumentos y había que imaginar cómo sería el lugar de los que los traían. Todo un misterio. Me propuse develar en mi adultez el origen de tan preciados cristales de agua que me asombraban a lo Segundo Buendía. A algunos pasos más de donde yo me encuentro, es decir, más abajo, algunos obreros intentan rellenar los baches y zanjas producidos por el peso de los camiones que cargan mineral; para estar más seguro les pregunto si conocen el lugar que voy a visitar. No tienen ni la menor idea. Llevan uniformes anaranjados de material sintético y cascos, acordes a los trabajadores de las minas. Intuitivamente me dirijo a Marey, buscando algun senderillo que me permita caminar sin tener que sortear peñascos y pedregales. Voy a satisfacer mi curiosidad. Ubico en la rinconada un oconal, con agua y filtraciones que brotan de la misma roca; pero, ya no hay más hielo. Considero que no es la época y me tranquilizo un poco, aunque será también consecuencia del calentamiento global; me apena no encontrar hielo como lo esperaba. En fin... Algunas fuentes de agua o puquiales parecen servir de abrevaderos para el ganado, el excremento de las ovejas delata esa función. Eso se contrapone a mi malestar y me satisface que por lo menos sirva aún como lugar donde se refugian los animales sedientos. Hay agua pura y transparente, una especial vegetación se ofrece pudorosamente. Hay verdor. En eso me llega, por la fuerza y direción del viento, el ruido de perforaciones que se entremezclan con el ruido producido por los volquetes y camionetas que circulan orondos por este lugar. Son los únicos seres omnipotentes que reinan en estas alturas; van dejando estelas de polvareda que los delata inevitablemente. Eso me incomoda. Mientras avanzo silba la paja y mi poncho flamea. El viento impertérrito arrasa doblegando al ichu. Después de permanecer unos minutos, avanzo a campo traviesa, no hay ningún camino específico, todo espacio sirve para posar los pies y caminar. Voy encontrando bolsas plásticas vacías que contenían cal usada en la mina; aparecen los primeros envases plásticos que van decorando el paisaje de un modo denigrante. Es increíble la existencia de esos objetos en esas alturas. Voy bajando lentamente hacia la quebrada de Hércules pero manteniendo mi recorrido por la falda del cerro, no deseo acercarme a la polvareda de la carretera. En consecuencia, voy sorteando promontorios de roca. Hay mucha piedra que me exige caminar con cuidado para no tropezar y lastimarme los pies. Salto de piedra en piedra, dando rienda suelta a mi esencia lúdica. ¡Me divierto en mi soledad!

Ya no brotará vegetación en ese cauce (Foto: A.M.A.)
Los pastos que me rodean, y que ceden a mis pasos alborotosos, están secos y cubiertos de polvo que genera la tierra revuelta por la actividad minera. Busco, en ese instante, una piedra aparente donde poderme sentar cómodo y poder degustar la bebida de quinua que traigo en mi mochila, así como los panes que me diera mi prima Carito para el camino. Un litro de esa bebida es bastante y la traigo en una bolsa plástica que me está pesando, aunque en realidad ya tengo hambre. El viento continúa soplando fuerte e impávido, me hace derramar un poco de la bebida. El ruido continúa, parece que compitieran, casi truenan ensordecedoramente, como en el interior de alguna fábrica. Desde mi especie de atalaya miro un patio minero, bien abajo, en el que algunos trabajadores de overoles azules y cascos rojos se mueven cual hormigas en pos de reparar un tractor. Al verlos me tienta la curiosidad y desciendo hacia ellos directamente, desafiando las fronteras o linderos de ese negocio que parece no tenerlos, o, ¿ya estaré hace rato dentro de sus dominios? Tras un respiro profundo en el que inhalo todo el aire que mis resistentes pulmones están acostumbrados a retener, continúo bajando. La basura es mayor y mucho más notoria a medida que me voy acercando a ese espacio laboral, hasta que llego; allí el piso está regado de petróleo, de grasas y aceites, el piso está renegrido y está humedecido por estos elementos y, desde luego, no hay ninguna planta que destaque en ese lugar. Los mecánicos trabajan inmutables, seguro que me han visto, pero me ignoran absolutamente, están concentrados en su tarea. Hay galpones llenos de barriles y máquinas, hay habitáculos propios de un taller. En un área del mismo, algunos trabajadores se disponen a almorzar apoyados en una especie de mesas, parece que han salido de algún socavón, están vaciando las bolsas en las que les ha llegado el almuerzo, contienen portaviandas y táperes; al parecer, no hace mucho rato que un pequeño bus se los ha dejado. Un service, sin duda, les reparte sus alimentos. Me acerco saludándoles, alguien me contesta cortésmente y viene hacia mí; no lo identifico, parece que no lo conozco, imagino que debe ser aijino. Les expreso mi deseo de que disfruten de su descanso y alimentos con un sonoro: ¡Buen provecho!; me lo agradecen con una sonrisa, a la vista franca, y un movimiento ligero de cabeza. Esta circunstancia me da seguridad, no niego que ingresé con cierto temor a ser repelido; sé que en estos lugares no se es bienvenido, siempre hay un control estricto ya que alegan ser propiedad privada. Me había preparado para responder que los linderos no se veían por ninguna parte. No tuve ocasión de usar la respuesta. Al frente, saliendo de este espacio, y cruzando la carretera, hay un túnel del que salen algunos vehículos cargados y algunos trabajadores a pie; unos metros antes hay una garita de la que emerge un vigilante algo timorato y dudoso. Lo noto nervioso al saludarme, no me interroga nada porque estoy caminando en la carretera. Al ir camino abajo miro hacia mi derecha y me sorprende la cantidad de desmonte, inmensa acumulación de desperdicios de mineral que no les sirve; por un costado repta un acequia que pasa cerca. ¡Era agua! ¡Ya no lo es! Ahora es un líquido viscoso y mortal que va a empozarse en la parte baja del desmonte con la finalidad de que se asiente la espesura de ese fluído. Junto a eso se advierte la existencia de trochas, perforaciones, por doquier; otras montañas más sufren de caries terminal. Mi camino continúa, avanzo lentamente procurando observar al máximo lo que allí está sucediendo. Una camioneta me cruza, va en subida, su chofer me saluda amablemente. En el trayecto, hacia la pendiente hay una parrilla que debe ser un tragaluz o ventilación de algún socavón, humea ligeramente y no hay protección, o al menos un rótulo de alerta que diga: ¡Cuidado!, o algo por el estilo.

Me voy acercando a las minas viejas de Hércules y los desperdicios se hacen más visibles, son propios del lugar: fierros oxidados y en proceso de deterioro terminal, latas corroídas por el agua y la intemperie, plásticos descoloridos y otros, que reflejan haber sido arrojados ya hace bastante tiempo. La carretera está polvorienta pero no es tierra, es polvo mineralizado que supongo es de la misma clase que llega al pulmón de los estoicos mineros. En el trayecto hacia la ladera al pie de la carretera hay un corral de encierro de animales, al parecer para reses; en realidad desentona en el ambiente, tal vez sea una forma de demostrar que la ganadería es posible a pesar del daño irreversible. ¿Qué tipo de pasto comerán los animales en esa zona?, todos los pastos si no están deteriorados, estan contaminados en grado sumo. Más abajo quedan los restos de viviendas que estuvieron ocupadas hace más de cinco décadas, ahora están inundadas de barro seco y cuarteado mostrando una desolación deprimente. A continuación está el puente y me pregunto porqué no lo habrán modificado, ampliado o renovado, sigue siendo el mismo con sus barandas laterales de fierro y unas tablas que suenan cuando los vehículos la recorren. Ese túnel a su costado es el más antiguo del lugar, allí había estado Antonio Raymondi, el que nunca dijo que Aija era Perla de las Vertientes, ¿quién lo habría escuchado? ¡Él no fue a admirar la naturaleza, la fue a inventariar para la mejor explotación de nuestras riquezas, por parte de los europeos! En alguna ocasión, en ese lugar un cura se accidentó, se desbarrancó hacia el foso minero; cuentan que no le funcionó su vinculación divina, se golpeó como cualquier mortal que paga sus pecados. Al apreciar mejor el puente llama mucho la atención que no haya sido mejorado a pesar del uso cotidiano y los buenos réditos que la mina tiene. Lo cruzo, se ve antiguo; es lo único que no ha cambiado. Busco un sendero que me conduzca librándome de la polvareda y, por otro lado, no quiero alejarme del desastre ocasionado por la explotación minera, lo pienso escribir; de allí que prefiero no alejarme de la quebrada. Elijo uno que tiene rastros frescos de tránsito de seres humanos; son huellas dejadas por las botas de los trabajadores confundidas con restos excrementicios de las ovejas que han transitado por allí también. Avanzo unos cuantos metros hacia abajo y de la parte derecha, en donde hay una especie de vivienda prefabricada, sale un perro acucioso a atacarme, detrás de él aparece un guardián, quien me interroga a dónde voy; le contesto que a mi casa. ¿Dónde es tu casa? –me dice. “Ahicito, nomás” –le replico. ¿Dónde ahicito? –me inquiere otra vez. “En Aija, nomás“ –le contesto. Y, ¿cómo te llamas? Le respondo diciéndole mi nombre. Aunque parece no entender mucho de lo que está sucediendo, me acepta en sus dominios, pero sabiendo que no me quedaré por allí, ni me inmiscuiré demasiado cuando le digo: “No soy ingeniero, ni busco minas, ni soy ambientalista. Soy un poeta loco que anda mirando el paisaje para ver si escribo unos versos“. El vigilante sonríe y yo sigo caminando de bajada. Ha tranquilizado a su perro que ya no ladra. Continúo y veo los pabellones en los que vivían antes hace treinta años los trabajadores de esa mina. En aquella época había una población notoria; ahora están volviendo a ocupar esos restos que sólo son paredes sin techo. Como tienen piso de cemento es posible que los habiliten para ocuparlas de nuevo. Se ve deterioro por todas partes, el tiempo ha protagonizado su rol destructivo. Ha transcurrido unos diez minutos y me topo con una estación donde hay carros y máquinas, está ya en la parte muy baja de las minas. Cerca a un recodo que hace la carretera, hacia un lado, quedó de tiempos atrás un gran túnel, del que recuerdo salían volquetes llenos de mineral. Esos vehículos me ayudaban a llegar a Ticapampa muy temprano; a veces, sin cobrarme por el pasaje. Cruzo el patio, hay trabajadores, de ellos se me acerca un vigilante y me pregunta si soy Carlos Mejía, le contesto que sí; me supongo que el vigilante de más arriba le ha comunicado mi presencia. Me indica el camino que debo tomar para salir, aunque no me llama la atención por mi intromisión en lugares que normalmente están vetados. Me retiro, pero no le hago caso de salir directamente hacia la carretera, lo hago siguiendo el curso de una acequia con aguas oscuras y espesas. Unos metros más abajo todas las piedras están recubiertas de una especie de óxido, que ha teñido hasta las riberas de ese canal de un color anaranjado. El agua que corre en medio es grisácea. Hace un contraste que llama la atención. Trato de dar una última mirada al interior de ese centro minero y me retiro lamentando que en la parte baja haya una gran acumulación de desmonte y algunos charcos artificiales donde, sin duda, esa agua que vi correr se estanca y asienta un poco antes de caer a la especie de río que hay en esa quebrada y que se convierte en afluente del río Santiago. De todos modos ese método no alivia el destrozo porque hay unas filtraciones de color oscuro, asemejando al color de la algarrobina, un marrón bien oscuro que acaramela las rocas aledañas. Mi camino no puede detenerse por mucho tiempo, así que voy a paso ligero. En la parte más baja hay unos bueyes, debe ser una yunta que apacenta, los animales están un poco flacos. En esta parte el pasto, el ichu, reverdece un poco aunque están cubiertos del polvo que produce la carretera. Pateo una mata de esa paja para probar qué sucede y cuando lo hago se produce una polvareda como si se tratara de una explosión; ¡desmesurada para la intensidad del golpe! Me sorprende.

Los pastos están exterminados y los residuos son venenosos (Foto: A.M.A.)
Entre tanto, voy escuchando los truenos en la parte alta, parece ser en las alturas de Karán. Ese sector se ve nublado y muy oscuro el encapotante nubarrón. Me supongo que hasta estará lloviendo; sucede que mientras hacia la parte baja está soleando allí por lo menos garúa. Ese tronar me ha despertado un poco de tanto sufrimiento al ver la desgracia que se avecina, cada vez más, a las cercanías de mi terruño.

Estoy mucho más abajo de Pallca en que hay otra curva para bajar hacia Anquilta. He venido mirando como va chorreando ese riachuelo lleno de lava, pero cuando veo el río, hacia mi izquierda y que baja de Karán, me llama la atención lo cristalina de sus aguas. Se ve limpia, pero unos metros más abajo se junta con la que baja de Hércules y se transforma en una agua lechosa que sigue recorriendo entre piedras y rocas teñidas por las aguas contaminadas. A partir de ese lugar el río Santiago ya está condenado a una presencia lánguida y triste, despreciable, y nada atractiva. Todo su trayecto es el mismo. Por la hondonada avanza sin mediar diferencia de sus aguas y, sólo cuando se junta con el río La Merced y después con el río Monserrate, recupera ligeramente su naturaleza. Llego a Anquilta y el verdor de este sector de Aija, me llena de esperanzas y alegría de arribar a mi pueblo que aún parece conservar la virtud natural de mostrar vida sana. Los papales ya están casi floreando, habrá cosecha muy pronto. Algunas personas, al frente, están arando y esos espacios marrones, con color a tierra destacan por su prolífica presencia. Aunque cuando intento divisar al frente, hacia Llanqui, son los cableados de luz y teléfonos los que alteran el paisaje, no permiten disfrutar el entorno, parecen redes o telarañas que distorsionan la visibilidad. Mientras, algunos niños escolares van regresando a casa, a pie y algunos otros en bicicleta. Los veo sudorosos y cansados. Van en grupos y algunos solos. Llego a la acequia que va hacia Pacos y aledaños. El agua es cristalina, sin duda la toma no tiene que ver con el agua que veo correr por el río; pero, me hace considerar que en no mucho tiempo terminará también afectada. De este lugar hacia Aija decido ir por la carretera, en vez de ir por Pajarón y llegar a Rokna, llegaré a Jirca por el lugar en que siempre veo asomarse a los buses que vienen de Huarás, cuando estoy en Chuchún. Bajo por la calle Jacinto Palacios, mejor llamada Peligro y, a una cuadra siguiente, me encuentro con Nolberto. Le cuento de mi caminata, sonríe. ¡He llegado en tres horas y media! Me cuenta que Washi, cuando hacía el recorrido que hice hoy, y era alcanzado por el bus e invitado a subir contestaba: “No, gracias, estoy apurado”. Sonriendo continúo bajando hacia mi destino final que es la parte baja del pueblo. Esa calle ha sido encementada incomodando su uso. El otro día no pude bajar tranquilo con mi carga de papas porque los pobres asnos temblaban demasiado al bajar. Pobres ellos y pobre yo. ¡A quién se le ocurrirá estandarizar de ese modo los pueblos andinos! Ese es otro monstruo que atenta contra el rostro aijino, porque llegará un día en que todas las plazuelas se vean igual y las calles también. No entiendo cómo los expertos justifican cemento y más cemento. ¡Añoro aquella calle que a diario me conducía a mi Escuela 1700!

El daño es visible y ya no es agua para el cultivo (Foto: A.M.A.)
Por ahora ha sido otro el motivo de mi viaje, pero he sufrido un poco al ver in situ la desgracia que está produciendo la actividad minera. No sólo basta que escribamos memoriales, que las firmemos desde la distancia corta o larga; es fundamental visitar y convencerse personalmente que la tragedia recién comienza. Lo más grave es que a pesar de nuestros esfuerzos por reducir los efectos, nos veamos condenados ya, debido a la entrega de concesiones y denuncias mineras en el más alto nivel del gobierno. El mismísimo Presidente de la República ya ha firmado la entrega de nuestras riquezas subterráneas a empresas que no tienen el menor interés en conservar el medio ambiente ni respetar a las gentes que viven en esos lugares o cerca. El pedido y la súplica que se hace al Ministerio del Ambiente es ridícula porque éste no puede contradecir al Ministerio de Energía y Minas, por pertenecer a la misma estructura del Estado y cumplir con la misma política de gobierno. No habría razón para que ese Ministerio nos defienda cuando tiene responsabilidad compartida por la entrega del suelo peruano, conjuntamente con los demás en el seno del Ejecutivo. No hay que ser ingenuos. El país está rematado a precio de ganga y nosotros seremos los que pagaremos los platos rotos con nuestras vidas, con nuestra salud y con nuestro futuro que ya lo están acribillando descaradamente. Lo demás son discursos disuasorios, distractivos e ineficaces. No hay una persona especialista en el tema que pueda aclarar exactamente el problema. Nuestras autoridades mismas o no saben, o no entienden, o simplemente ya están conchabadas con el poder minero que no hacen nada para proteger no sólo a los pobladores, sino a las tierras de las que vivimos todos los que habitamos este suelo aijino. Ojalá no sea tarde cuando nos demos cuenta realmente de lo que se debe hacer para evitarlo.

Cómo han transcurrido más de quinientos años y se siguen llevando toda la riqueza posible, ¿llegará el día en que nos toque algo a nosotros que no sea tragedia y desolación?

Aija, 06 de octubre de 2010.
* Fotos proporcionadas por Alejo Mejía Antúnez. Formaron parte de un expediente de denuncia a las mineras en la Fiscalía correspondiente.

20/02/11

• El Taki Onccoy


LA REBELIÓN DE LAS “HUACAS”
Por: Carlos Mejía Gamboa

Danzantes de Tijeras (Foto: Promperú)

La memoria de la cultura andina mantiene intacta una serie de hechos trascendentales que pueden permitir la reconstrucción de una historia negada, borrada, tergiversada e incluso omitida. Los investigadores, en su mayoría, han dedicado sus esfuerzos a la reconstrucción hipotética, al carecer de elementos concretos de información; tal vez, con una predisposición subjetiva de superioridad cultural los han calificado de mitos, leyendas, creencias, etc., por no llegar a comprender la profundidad con que fueron establecidos y, muchas veces, conservados. El desconocimiento de la cosmogonía indoamericana sumado al escaso conocimiento de los idiomas de los propios de esas culturas ha hecho caer, en muchísimas ocasiones, en elucubraciones que tienen trasfondo comparativo premeditado. Desde los cronistas, los conceptos de organización administrativa, social y económica utilizados, partieron de parámetros ya establecidos en Europa, y lógico que no pudo ser de otro modo, puesto que con lo que se estaban topando era con un mundo abismalmente distinto. Y los cambios que impusieron los conquistadores no consideraban lo existente, "llegaban con una verdad absoluta", debían reemplazar con todo lo que tropezaran, aunque más de una vez quedaran asombrados de la organización de esos pueblos. Hernando Cortés lo vivió en carne propia.

Hay hechos que no se pueden soslayar como consecuencia de la arremetida conquistadora. Así, por ejemplo, el denominado Mesianismo andino, surgido en el siglo XVI, se dice que fue construido a la imagen del Inca. Los mestizos y criollos se aferraron a él en forma muy disímil porque significaba la explicación de su estirpe o la legitimación de derechos, mientras que para la población esa imagen representaba a un Jefe Supremo, un redentor. El orgullo de un imperio rico y no alejado del amor a la Tierra alimentó en la población, por mucho tiempo, la esperanza de la reimplantación de un sistema que les pertenecía; esa espera pretendió ser atenuada en la lucha permanente contra el tiempo y las dificultades impuestas por los conquistadores. Sentidos en un principio el avasallamiento, la humillación, el ultraje, la evidente postergación, los nativos se preocuparon por el lugar que ocuparían sus dioses y los contrapusieron enfrentados a los nuevos, carentes de todo significado teológico, razón por la que pudieron considerarlos a los propios más fuertes y poderosos. La iglesia satanizó a todos los dioses andinos.

La Danza de las Tijeras, proveniente del departramento de Ayacucho (Perú), es una fuente indiscutible para comprender esta polarización divina. Los danzantes estaban comprometidos con los Dioses Montaña y la Madre Tierra, de quienes recibían su fuerza. A eso los foráneos le denominaron tener un pacto con el diablo, y por ello prohibieron la danza y la reprimieron; sin embargo, se conservó en la clandestinidad. Ahora podemos sentirnos orgullosos de su existencia y nos deleitamos con su complejidad, con la rareza de su musicalidad, pero sobre todo por su significado, ya que encierra la memoria de un pueblo antiguo.

La rebelión de las "huacas", como lo llamaban a los dioses andinos, contra los dioses españoles es lo que denominan Taki Onccoy, que se constituyó en un movimiento de libertad y salvación, allá por los años 1550, cuya característica fundamental no pretendía un enfrentamiento directo, un ataque frontal mediante la guerra contra los conquistadores, sino un replanteamiento moral y una resistencia pasiva frente a la dominación. Se convirtió en una respuesta ideológica que tomaba elementos ofrecidos por el proceso de aculturación, el de la evangelización. Los dioses se encarnaron en la población indígena, conduciéndolos a "estados de posesión que los hacía temblar, caerse y bailar como locos", el significado de Taki Onccoy nos lo dice : enfermedad del baile.

El movimiento prometía a sus seguidores un mundo sin desequilibrios a partir de la purificación espiritual de los poseidos que renunciaban al cristianismo y se afianzaban en los dioses autóctonos resurgidos con más poder. Si bien es cierto que tenía una connotación espiritualista, fomentó el fortalecimiento de actitudes y relaciones que mejorarían las posibilidades de una rebelión india que lograría éxitos inesperados. Consiguió estrechar los vínculos parenterales y mejoró la relación entre comunidades rivales.

Unificados en torno a un objetivo, se hizo que la cultura andina, se sumergiera en un mutismo justo y necesario. Como consecuencia de la represión permanente por parte de la corona imperial europea, aprendieron a guardar con mucha entereza y autenticidad una cultura profundamente elevada, hasta nuestros días.

19/02/11

• El legendario libro de los Quiché


MEMORIA INNEGABLE DE UN CONTINENTE
Por: Carlos Mejía Gamboa

Imaginar a las culturas indoamericanas desde una óptica de la civilización occidental –para los americanos debe ser oriental–- es hacer de ellos pueblos salvajes, ajenos a todo proceso de desarrollo humano, y catalogarlos, si se quiere, como grupos humanos atrasados. El desconocimiento de esas realidades, permite este tipo de apreciaciones que para muchos resultan aberrantes; para otros, como es nuestro caso, son expresiones indudables de la forma cómo se ha conservado esa ignorancia del mundo que les rodea.

Al tiempo del polémico descubrimiento de un nuevo continente, desde hace un poco más de quinientos años llamado "América", los pueblos allí arraigados no se encontraban en atraso a pesar de estar aislados del resto del mundo. Eso se puede comprobar fácilmente con la observación de la arquitectura, las redes de caminos, la organización política y social, además de los logros en el plano intelectual. De modo palpable lo demuestran los Inkas en Perú, los Aztecas en Méjico, los Mayas en Yucatán y Guatemala, entre otros. En este sentido, es fácil comprender que el proceso de conquista de esos territorios ejerció un poder destructivo sin límites, los pueblos o grupos de pueblos fueron esclavizados y ciudades como Tenochtitlán, Utatlán, Cuzco, fueron arrasadas, saqueadas, incendiadas; sus mejores hombres acribillados, su nobleza eliminada, sus templos humillados, sus archivos desaparecidos...

En ese contexto de barbarie, los misioneros cumplieron una labor fundamental de destrucción del orden espiritual vigente para reemplazarlo por el de la evangelización, fin al que sirvieron titánicamente. Pero en ese orden, ellos también redujeron a cenizas todo aquello que representara permanencia de las antiguas creencias, aunque con algunas excepciones se mostraron inclinados a conocer las tradiciones, las expresiones artísticas, las costumbres, los usos, de aquellos pueblos vencidos. Entre ellos destacan Torquemada, Las Casas, Sahagún. En sus obras hay muestras de poesía, oraciones, invocaciones, de los anturales; pero, el verdadero pensamiento manifestado en canciones, leyendas, cuentos, han sido recogidos no hace mucho tiempo atrás, extraídos de todo lo que hasta ahora se conserva en los países americanos. Por otro lado, no es de olvidar que las culturas mesoamericanas, por mencionar un sector importante, poseían escrituras que les servía para determinar su comercio, su calendario, sus ciclos agrícolas, su geografía y su historia, prueba de ello es que en algunas bibliotecas europeas se encuentran originales de auténticos libros impregnados de escritura jeroglífica que inclusive ha sido descifrada. Con el aprendizaje del castellano, muchos indígenas pudieron transmitir con mayor facilidad datos que sólo ellos conocían y que, sin duda, se remontaban a tiempos inmemoriales.

HALLAZGO DEL POPOL VUH
En la actualidad, no cabe la menor duda de que el Popol Vuh, "es el libro indígena más importante de América" o, como lo dice Hubert Howe Bancroft, "...una de las más raras reliquias del pensamiento aborigen". Es un libro religioso e histórico: se le puede comparar con la Biblia. Rebaza su carácter arcaico puesto que sus leyendas se repiten en la actualidad en el mundo maya, reafirmando un mundo espiritual acorde al mundo material construido hace muchas centurias. Se considera que las historias que la conforman fueron transmitidas de forma oral de generación en generación, hasta que fue escrita en años siguientes a la Conquista, en lengua quiché pero utilizando la grafía del castellano, y quien lo habría recibido de primera mano fue el cura Francisco Ximénez, dominico llegado a Guatemala en 1688 a desempeñar el sacerdocio en Santo Tomás de Chuilá, ahora de Chichicastenango. Con avidez indudable, este cura habría leído ese libro, ya que conocía el idioma quiché, y lo tradujo pacientemente al castellano; el texto original quiché desapareció. El cura Ximénez escribió, también, otros libros relacionados a los pueblos Cacchiquel, Quiché y Tzutuhuil, en los que hizo un estudio comparativo de sus idiomas; esto permite no dudar de que la traducción que hiciera el citado dominico es casi exacta. Por la confrontación de fechas y personajes contenidos en el manuscrito de Ximénez, algunos autores deducen que el Popol Vuh fue escrito en quiché(con grafía del castellano) por el año 1544.

TRADUCCIONES DEL POPOL VUH
Como es lógico pensar, estos trabajos habrían quedado refundidos en espera de su publicación y quedaron postergados en el olvido después de la muerte del cura Ximénez. Hubieron de transcurrir muchos años hasta que en 1854, el Dr. Carl Scherzer, austriaco, los tradujo y los publicó, en Viena en 1857, como “Las Historias del origen de los indios de esta provincia de Guatemala”. Un año más tarde, Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, tiene acceso al manuscrito de Ximénez, lo traduce al francés y lo publica como “PopolVuh. Livre Sacré et les mythesde l'antiquité américaine”. Esta publicación tuvo mucha acogida, pero  sirvió para difundir la existencia de tan maravilloso texto, y estimuló a los círculos científicos hacia el tema. De esta edición francesa fue traducida al alemán, en 1913, por Noah Elieser Pohorilles y publicada en Leipzig; otra versión alemana la hizo el Dr. Leonhard Schultze-Jena, como profesor de la Universidad de Marburg, y la publicó en Stuttgart en 1944 como “Popol Vuh. Das heilige Buch der Quiché Indianer”. Algunos estudiosos reconocen que esta última versión es más fidedigna que la francesa porque el Dr. Schultze-Jena tuvo a la vista una copia fotográfica del manuscrito de Ximénez.

En 1925, Georges Raynaud, también publicó una versión francesa del Popol Vuh. Al castellano fue traducido por J. Antonio Villacorta y publicada en Guatemala en 1927 con el nombre de “Manuscrito de Chichicastenango. El Popol Buj”. La edición más exacta se dice que corresponde a Adrián Recinos y apareció en Méjico en 1947. De esta edición se hizo la traducción al inglés, en 1950, y fue editada por la Universidad de Oklahoma (USA) bajo el título “Popol Vuh. The Sacred Book of the Ancient Quiché Maya”.

Posteriormente se hicieron traducciones a otros idiomas, logrando su universalidad.

CONTENIDO DEL POPOL VUH
Las versiones difieren de unas a otras, en el ordenamiento de las historias relatadas; así, por ejemplo, Emilio Abreu Gómez, lo hace en dos partes: Los Abuelos y Los Magos. Adrián Recinos lo divide en tres partes y por ser un autor referencial para los demás, vamos a dejar a él la descripción del contenido del Popol Vuh. Dice: "La primera (parte) es una descripción de la creación y del origen del hombre, que después de varios ensayos infructuosos fue hecho de maíz, el grano que constituye la base de la alimentación de los naturales de México y centroamérica. En la segunda parte se refieren las aventuras de los jóvenes semidioses Hunahpú e Ixbalanqué y de sus padres sacrificados por los genios del mal en su reino sombrío de Xilbalbay; y en el curso de varios episodios llenos de interés se obtiene una lección moral, el castigo de los malvados y la humillación de los soberbios. Rasgos ingeniosos adornan el drama mitológico que en el campo de la investigación y expresión artística no tiene rival en la América precolombina. La tercera parte no representa el atractivo literario de la segunda, pero encierra un caudal de noticias relativas al origen de los pueblos indígenas de Guatemala, sus emigraciones, su distribución en el territorio, sus guerras y el predominio del araza quiché hasta poco antes de la conquista española. En esta parte se describe también la serie de los reyes que gobernaban el territorio, sus conquistas y la destrucción de los pueblos pequeños que no se sometieron voluntariamente al dominio de los quiché".

UN FELIZ ENCUENTRO (Anécdota personal)
Entre las cosas que suelen sucederle a uno, hay algunas que merecen no dejarlas de lado o refundirlas en el desván de los agradables recuerdos. La aparente imposibilidad de explicarlas puede conllevarnos a profundizar sus significados, importantes unas veces y trascendentales otras. Hace poco, cuando por un impulso casi instintivo salí corriendo de casa para hurgar entre trastos viejos que se ofertan en algún lugar de esta ciudad (Berlín), no imaginé que me toparía con el libro indígena más importante de América: el Popol Vuh. Conocido también como Libro Sagrado, Libro del Consejo, y seguramente como Libro Nacional; se ha impuesto su denominación tomada de dos palabras del quiché, que puede considerarse como inamovible reivindicación a su inmemorial y legendario origen. Desde luego, ese hallazgo ha conmovido profundamente mi cosmovisión andina y ha fortalecido mi identificación natural con los grupos étnicos que perviven enclavados en la bastante castigada superficie latinoamericana, enriqueciéndola con la cosmogonía, mitología, relación de migraciones y crónica de sus protagonistas.

Allí está representada la grandeza de la espiritualidad maya y, aunque se ha pretendido crear controversias en base a la existencia de un código escritural, es posible que más de una de sus leyendas contenidas sean todavía transmitidas de manera oral; sin embargo, hay que reconocer que gracias a su conservación en la biblioteca de la iglesia de Santo Tomás de Chichicastenango, en Guatemala, ha podido llegar a enriquecer la sensibilidad religiosa, histórica, fabulosa, de cientos de estudiosos y millares de curiosos. No podemos dejar de imaginar a Pedro de Alvarado incendiando la ancestral Utatlán, persiguiendo y ahorcando a los nobles quichés, acosando a otros muchos en la toma de esa ciudad; mientras, el secreto de la creación de ese mundo, obra de Tepeu, Gutumaz y Hurakán era soterrado para la posteridad.

El texto que tenemos es una versión adaptada a la forma literaria contemporánea, que viene a ser el resultado de muchas revisiones, estructuraciones, con la finalidad de hacerla más comprensible y facilitar su difusión.

En estos tiempos en que Centroamérica ha llamado la atención en voz de sus pueblos indígenas, hemos comprendido que no se debe adoptar solamente una posición contemplativa y así como hay motivos para solidarizarnos por sus necesidades materiales, se nos abren senderos hacia el encuentro de un gran potencial espiritual que puede ayudarnosa vivir en armonía y que ellos nos brindan desde la distancia de los siglos. El Popol Vuh es instrumento que nos conduce a una concepción del mundo a partir de la creación, la vida y la supervivencia contraponiendo una especial sensibilidad a la frialdad moderna del alma.

(Chasqui-abril-1999)


13/02/11

• PROPUESTA DE MAURILIO MEJÍA MORENO - 1975


ORIGEN DEL NOMBRE DE AIJA 
Por: Maurilio Mejía Moreno

Aija - 1998
La palabra Aija viene de la voz griega Aix que significa “cabra”. También se refiere a un ave de la familia de las anátidas y del orden de las palmípedas. A esta voz se le ha agregado la desinencia “a” para dar origen a AIXA, palabra árabe usada como sustantivo propio para nombrar a las mujeres hermosas, alegres y discretas de Arabia, como la bella Aixa, hija de Abu Bécquer, que fue la tercera esposa de Mahoma, y que a la muerte del profeta gozó de gran influencia llamándosela “la Madre de los creyentes”. De allí que para los árabes Aixa es una de las cuatro mujeres incomparables que hayan existido en la Tierra.

Cuando los árabes, el 28 de abril de 711, al mando de Tarik, invadieron a España, dominándola durante ocho siglos, o sea hasta el año 1492, influyeron enormemente con su idioma en la formación del castellano. Por eso hay muchas palabras castellanas de origen árabe.

Ahora bien, al producirse la Conquista del Perú llegaron a Aija los primeros españoles aventureros trayendo este vocablo árabe-español y lo difundieron con el mismo significado nominando Aixa a las lindas doncellas aijinas de aquellos tiempos. Pues, de otro modo, es imposible encontrar esta palabra en nuestra lengua nativa, porque el pueblo dice también que no es Aixa sino Aiza; pero, en ambos casos, sin el significado quechua preciso ni siquiera aproximado. Aceptable es que Aixa sea voz árabe españolizada, puesto que los españoles la usaron también para nombrar a las bellas mujeres peninsulares, de acuerdo al idioma castellano de los siglos XV y XVI que estaba en su etapa de evolución formativa para convertirse en el idioma más rico, sonoro y fluído de España, como lo es en la actualidad. Por aquellos siglos del romance español la jota (j) fue poco usada y se le daba el sonido de “x” y no como ahora que tiene ya su fonación definida. Así, se decía Ximena (Jimena), dixo (dijo), dexo (dejo), dexado (dejado), caxón (cajón), caxa (caja), Mexía (Mejía), Caxamarca (Cajamarca), Xauxa (Jauja), Texas (Tejas), Truxillo (Trujillo), Caxatambo (Cajatambo), México (Méjico), etc.

COMENTARIO DE MAURILIO MEJÍA MORENO DE LAS OTRAS PROPUESTAS
Por otro lado el cura don José Antonio de Quijano, en 1760, al escribir sus relaciones menciona que al pie del camino de Rokna a Shiquin, hoy “Calle 28 de julio”, en Rarama o Tapac Rarama, hoy barrio de Rokna, don Santiago Cortez del Riojo, un caballero español, habíase hospedado “en la casa de una vieja largota tenida por hechicera y a la que acompañaba una linda joven, que no quiso decir cómo se llamaba y a la que don Santiago Cortez del Riojo acariciaba ycolmaba de regalos llamándola ¡Ah, hija!, ¡Ah hija!, que de tanto repetirse, según el cura Quijano, habría sido la causa de que se tomase como nombre propio del lugar por lo que se habría bautizado al pueblo español con el nombre de Aija”. Esta misma opinión la difundió el Dr. Santiago Antúnez de Mayolo Gomero, pero no convence por ser versión casi romántica y sentimental. Pues, don Santiago Cortez del Riojo, como todo español influenciado con lo árabe, idiomáticamente, la habría llamado Aixa a tal bella joven, sin recelos ni requiebres, y no ¡Ah, hija! que más es expresión cariñosa de una madre o de un padre que tiene compasión de su hija por alguna situación feliz o fatal que le toca afrontar. Mas no es la de un enamorado español que era imponente, terco, prepotente y abusivo. Sabido es que los españoles, durante la Conquista y Virreynato, sin respeto ni consideración alguna a nuestra raza, tomaban a las peruanas como cualquier hembra, sin manifestaciones líricas ni románticas, o sea sin amor ni enamoramiento. Por lo que se descarta totalmente esta opinión.

Además, el Dr. Santiago Antúnez de Mayolo Gomero, también basándose en las crónicas del cura José Quijano, afirma que, en el barrio de Shipshec, hoy Rokna, vivían hombres dedicados a la brujería, a la música, y que bailaban la danza típica del lugar, llamada “Aixa burr”. Cree que así se llamaba la danza porque los danzantes, de momento en momento, decían: “¡Ja! ¡Ja! ¡Aixa burr!, ¡Aixa burr!”, al chocar sus broqueles al sonido rítmico de la caja y “rayán” que sonaban así: “¡tui, tui, tan tan!, tui, tui tan, tan!”

Esta referencia tampoco es convincente, puesto que la palabra Aija no es autóctona, como ya hemos visto. Vino todavía con los conquistadores. Pues ellos al arribar a este lugar encontraron la danza “Huanca”, simplemente, cuyos danzantes portaban garrotes y máscaras, y usaban faldas largas, de color azul oscuro, y abiertas por un lado, por lo que los hispanos le antepusieron el vocablo “saya”, originando “Saya Huanca”, como se le llama hasta ahora. Esta danza la practicaban unos hombres largotes disfrazados de mujer, pareciéndose a hermosas mujeres, por lo que los peninsulares le dieron el nombre árabe de Aixa, o sea Aixas aijinas, y por la tropelía ovejuna o cabreriza con que danzaban, correteando en grupos de arriba hacia abajo y viceversa, le agregaron la voz onomatopéyica de “burr”, originando “Aixa burr”, que ahora ya no se practica en este lugar. No es aceptable el agregado “burr”, porque es raíz de la palabra vulgar burro.

Nota:
-        Fue leído por su autor, el 30 de agosto de 1975, en la Plaza de Armas de Aija.
-        “La Industria” de Trujillo lo publicó en febrero de 1976.
-        El Instituto Nacional de Cultura de Huarás lo incluyó en Cuadernos de Difusión N° 14, 1978.
-        “Nuevo Norte” lo publicó el 14 de marzo de 1999, en Trujillo.
-        La Revista Waru de julio-agosto de 2006, publicó este texto corregido y autorizado por su autor.

ACLARACIÓN NECESARIA A PROPÓSITO DE UNA CONFUSIÓN
Por: Carlos Mejía Gamboa

En muchos casos, cuando se tiene interés en conocer el origen de las palabras se recurre directamente a la Etimología y, gracias a ella, concluimos en un significado. Esta dará luz a nuestras inquietudes; pero, cuando los vocablos son difíciles de identificar se requiere de una acuciosa y metódica investigación. La labor del investigador se convierte, entonces, en una actividad que lleva tiempo y esfuerzo; además, esa tarea exige seriedad y honestidad. La seriedad impulsa a evitar elucubraciones subjetivas, faltas de coherencia, en el afán de despejar todo elemento que nos conduzca a cierto nivel de progreso. El hallazgo de ideas o conocimientos nuevos, será principio rector que ayude a fortalecer o rechazar teorías existentes que pretenden explicar algo.

El nombre de nuestra provincia Aija, también ha estimulado a que más de un estudioso pergeñe, en la leyenda o en los recursos académicos, para explicar su significado y origen. Al respecto hay explicaciones disímiles, entre las que destaca la propuesta de don Maurilio Mejía Moreno, por constituir una explicación académica seria, gracias a su formación profesional en el campo de la lengua castellana, su especialidad como reconocido docente.

Hemos incluido su teoria, en esta edición de Waru, debido a que por desgracia, en algunos otros medios como la Internet, le atribuyen equivocadamente dicha explicación a don Erick Santiago Antúnez de Mayolo Rinning. Comprendemos que será resultado de la falta de investigación seria y no por otra motivación. Nosotros reclamamos ante este tipo de confusiones, etc. Puede que algunos inclinados hacia el tema sólo lo hayan tomado de la Revista Sumac Coyllur, publicada al conmemorarse el 50° Aniversario de la Creación de la Provincia de Aija, en la que se incluyó un artículo de don Santiago Erick, titulado“Aija testimonio de vida”. En el mencionado artículo, el citado caballero, transcribe lo afirmado por Maurilio Mejía Moreno y obvia, desgraciada o mañosamente, incluirlo entre comillas como corresponde a toda cita, apareciendo como si la afirmación le perteneciera. ¡Hay que fijarse en la anterioridad de la propuesta! Estos casos son lamentables en los procesos de investigación porque hacen dudar de la calidad del investigador y reflejan una escasa seriedad. Es un ejemplo a no seguir, estimados lectores.

Ya no hay exclusividad de investigación en ninguna materia; por lo tanto, debe respetarse el esfuerzo de muchos otros estudiosos. (CMG)

(Aclaración adjuntada a la publicación del artículo que precede en la Revista Waru - 2006)

10/02/11

• La Nacionalidad

APUNTES PARA SU COMPRENSIÓN
Por: Carlos Mejía Gamboa

El hombre, como consecuencia de su esencia estrictamente social, ha ido creando según sus necesidades conceptos, fórmulas, situaciones, que permitieran identificar individualmente a los miembros del grupo o a éste en relación con otros. Así es como aparecen el nombre, el estado civil, la ciudadanía, la nacionalidad, etc.

El concepto que nos convoca, en esta ocasión, tiene sus orígenes en las relaciones sociales que luego fueron adoptadas por el Derecho y revestidas de juridicidad. La nacionalidad, emerge de un hecho natural vinculado al nacimiento mediante el cual se forma parte de una familia unida por consaguinidad (jus sanguini) y cuando estas familias se asientan en determinados territorios surge la comunidad de sangre complementada con el hecho de haber nacido en un mismo espacio geográfico (jus soli). Estas circunstancias han sido sustento de dos corrientes que nutrieron la naturaleza jurídica de esta condición legal y, en el proceso de teorización, se han enfrentado permanentemente. Sin embargo, como resultado de la época moderna se ha producido la preponderancia del jus domicili por considerar que lo más importante para una persona es el lugar donde ha establecido su hogar, donde habla y se comunica en idioma distinto al de su origen e inclusive desarrolla su personalidad; en otros términos, conduce a aceptar la indiscutible asimilación de una nueva identidad cultural.

En principio, toda persona que reúna ciertos requisitos objetivos y subjetivos pertenecerá a un grupo de mayor dimensión sociológica denominada nación; y, si esos requisitos conducen a crear un vínculo con el Estado se encontrará ante un fenómeno jurídicopolítico protegido por el Derecho Internacional: La Nacionalidad. El individuo que careciera de ella no contará con la protección de su Estado y será considerado apátrida. Siempre es el Derecho nacional el que determina qué personas físicas pertenecen a una nacionalidad, de allí que la encontremos consagrada en la mayoría de Constituciones de los Estados.

En el Derecho Internacional, el Congreso de Cambridge, de 1895, determinó los principios fundamentales sobre nacionalidad que fueron recogidos posteriormente por otros instrumentos legales nacionales y regionales, y ellos eran: Toda persona debe tener una nacionalidad; ninguna persona puede tener más de una nacionalidad; toda persona puede cambiar de nacionalidad; la renuncia pura y simple de la nacionalidad no basta para perderla; la nacionalidad de origen no debe transmitirse indefinidamente en el extranjero; la nacionalidad adquirida puede ser revocada; y, que toda persona puede recuperar la nacionalidad perdida. Éstos, han sido perfeccionados e incluidos en cuerpos legales como el Convenio de la Haya, de 1930, relativo a conflictos de leyes sobre nacionalidad o el conocido Código de Bustamante, Código de Derecho Internacional Privado.

Pero, el aspecto más importante de la nacionalidad es aquella que permite relacionar el derecho que tienen los nacionales de un Estado, que viven por alguna razón en otro Estado, a la protección ineludible de su propio Estado que, en materia jurídica, se conoce como la protección diplomática; la realización de ese derecho, desde luego, resulta bastante desigual por que no se plasma bajo el mismo criterio y dependen de si se tratan de Estados potencias o periféricos.

NACIONALIDAD Y CIUDADANIA
La gran mayoría de tratadistas europeos nos alcanzan una referencia conceptual entre estos dos términos al extremo de considerarlos sinónimos, de tal modo que su uso se hace indistinto; en el contexto americano sí existe la diferenciación de estos conceptos porque se entiende que la nacionalidad es un vínculo que permite a un hombre el goce de sus derechos políticos como sujeto de un Estado mientras que la ciudadanía otorga el ejercicio de los mismos. Esto quiere decir que no se podría equiparar la trascendencia conceptual de esas dos expresiones. Por ejemplo, hay muchos Estados que otorgan la condición de ciudadano a sus nacionales cuando recién cumplen 18 años, es el caso de Perú. A pesar de que puede resultar aparentemente sencillo, la definición siempre tiende a complicarse. Cabanellas, en su diccionario convertido en ineludible, nos dice que "los conceptos están sumamente mezclados; y ello se comprueba porque las formas de adquirir la ciudadanía suelen coincidir con los de la nacionalidad".

ADQUISICIÓN DE LA NACIONALIDAD
Se ha dicho que el Derecho interno de cada Estado es el que reconoce la nacionalidad de sus nacionales, pero cuando éstos son elementos de migración estarán supeditados a las leyes de migración y controles migratorios convertidos en asunto interno de otro Estado. En este sentido, el derecho de emigración reconocido no es asegurado por el Derecho Internacional, en cambio, la nacionalidad sí.

La adquisición está referida al logro efectivo y al reconocimiento del derecho a la nacionalidad que puede ser alcanzada en virtud de algunos medios conocidos, y son: Por nacimiento, medio principal y originario, en la práctica no contiene reglas uniformes; por naturalización, permite a un extranjero de nacimiento acceder a la nacionalidad del Estado cedente, encierra algunas variantes: matrimonio, legitimación, opción, adopción, residencia, trabajo y a petición del interesado; por recuperación, significa volver a retomar la originaria; y, por cesión territorial, la que se produciría de hecho.

PÉRDIDA DE LA NACIONALIDAD
La pérdida se produce por las siguientes causales: Por renuncia, que puede ser para adquirir otra; por desnaturalización, generalmente como sanción; por expatriación, aplicada como sanción política; por opción, la que se produce cuando una persona con dos o más nacionalidades elige una al cumplir la mayoría de edad; por naturalización, cuando el nacional recibe la nacionalidad de otro Estado; y, por sentencia judicial, como resultado de un previo proceso llevado ante el órgano jurisdiccional nacional correspondiente.

LA NATURALIZACIÓN
El derecho a un cambio de nacionalidad fue consagrado por el Instituto de Derecho Internacional (Cambrigde-1995), con validez hasta nuestros días; hay que entenderlo como "cambiar de nacionalidad", más no como "obtener una adicional". Lo demás está sujeto a la suma de intereses que predominen en esa aspiración. Podemos definir la naturalización como mecanismo mediante el cual se admite a una persona extranjera y se le concede la condición de nacional; si se pretende que conserve su nacionalidad de origen conserva, indiscutiblemente, su calidad de extranjero. Naturalizar produciría el efecto de asimilarlo totalmente equiparándolo sin ambages a los nacionales por nacimiento; de ese modo, estaríamos ante una nacionalización strictu sensu. Generalmente, la condición para llevarse a cabo la naturalización es la residencia.

LA DOBLE NACIONALIDAD
Este es un tema bastante polémico, por cuanto está lleno de apreciaciones subjetivas y abarrotada de apetencias políticas, expresión del manejo por parte de grupos que, de alguna manera, necesitan contar con el apoyo de la presencia extranjera en un país; eso ha sucedido permanentemente en los Estados Unidos en su relación con la población mexicana, por ejemplo.

La doble nacionalidad, como principio, transgredería otro que dispone el derecho al cambio de nacionalidad. Hay quienes sostienen que la doble nacionalidad no entraña una integración efectiva a un nuevo país - opinión que compartimos - porque determina una estigmatización permanente.

Para la comprensión de este tema es de importancia recordar la Ley Delbrück, expedida el 22 de julio de 1913 en Alemania; también, es conveniente resaltar el art. 278 del Tratado de Versalles que impelía a Alemania a reconocer la nacionalidad adquirida de sus súbditos. Para el contexto americano hay que tener en cuenta la Convención sobre la nacionalidad, desarrollada en Montevideo, en 1933, a la que siguen vinculados la gran mayoría de Estados - son 19 - que la suscribieron y cuyo objetivo principal fue evitar la doble nacionalidad; su art.1 es claro.

Consideramos que esa Convención es la directriz que ha definido la tendencia de las Constituciones latinoamericanas. Así encontramos establecido que la nacionalidad de origen se pierde por adquirir una nueva; pero, dependiendo de los tratados o convenios firmados entre Estados se permite la doble nacionalidad, como excepción; es el caso de algunos países de Centroamérica. Otros, establecen la automática recuperación de la nacionalidad de origen al ingresar al país.

El Derecho Comparado nos ofrece una gama amplia de posibilidades que exige un análisis profundo para sopesar las ventajas o desventajas que la doble nacionalidad acarrea. Deberán ser las misiones diplomáticas las que concientemente asuman responsabilidad en el esclarecimiento respecto de la naturaleza y trascendencia jurídica del fenómeno que acabamos de comentar.